Por Analía Pinto
Que el lenguaje es alquimia no es ninguna novedad. Que la poesía, como sublimación, subversión y subtilización del lenguaje, es también alquimia tampoco lo es. Pero que un poemario muestre la transformación, el proceso, el poso oscuro y limoso del atanor en el que se han cocinado y refinado las palabras y los versos no es usual. Tampoco es tan usual, o por lo menos no está tan visto, que un poeta conjugue, trabe y destrabe, use y reúse, recicle una vez y otra y otra sus propios versos, en una mutación casi sin fin o con estaciones nunca definitivas en forma de libros y distintas publicaciones. Este es el caso de La poema (2011), libro de Pablo Ananía, que, hasta donde se ha podido rastrear tiene su origen en otro libro suyo, La comedia continua (1989), que luego fue reciclado en un poema (“La escritura la pérdida”) en 2002, que puede leerse en www.adamar.org/archivo/ii_epoca/num8/p3.html, y que finalmente, aunque debe haber otras escalas, termina convirtiéndose en el libro que nos ocupa.
Un libro que, además de reescribirse y retro/auto-alimentarse como bien aclara el propio Ananía en el prólogo, impulsa, esparce e insufla una atmósfera poética distinta. Lo circunda (y provee) otro aire. Al traspasar sus puertas, como si de un portal onírico se tratara, se entra en otra dimensión, donde las palabras pierden o trocan su corporalidad y con ello también su género sin que esto redunde en un panfleto en pro ni en contra de nadie. Hay machos y hay hembras y hay bellísimos femeninos y masculinos y semen y calcinadas menstruaciones pero no hay estéril confrontamiento ni agónica lucha por un poder que se ríe de estos bamboleos ideológicos. Hay algo que va más allá, que supera la (supuesta) dicotomía y rompe el cerco en el que ya no nos podemos ni tocar sin que todo se pudra irremediablemente. Hay una bienvenida lascivia del lenguaje, de la palabra, de los cuerpos reales y metafóricos que los vocablos evocan, una auténtica amalgama, feroz y bella aleación, como la que sólo puede lograrse por medios tan espirituales como físicos. Hay un alquimista invisible que revuelve sus pociones, que destila una y otra vez parecidos versos hasta dejarlos acendrados, que consulta los libros sagrados y luego los arroja también al fuego y que como un enorme labio se devora, se fagocita a sí mismo para mayor gloria de la poema, de este nuevo ser que asoma desde el fondo de la especie y del caldero.
Todo eso hay y más en el breve libro de Ananía, cuyos dísticos (estrofas de dos versos) se plantean interrogantes a cada paso y suman al lector en su perplejidad de inocente asombro sin inundarlo de escepticismo o hastío, sino invitándolo a pensar él también en esos ardientes dilemas. Sirva de ejemplo: “¿donde había cuerpo humano vacío / vacío donde había palabras?”. Y también: “¿a quién le pertenezco? / ¿a quién dedico el sacrificio?”.
Vale recordar que Ananía, además de poeta es periodista y proviene de un linaje particular: su padre fue el poeta José Portogalo, acaso un nombre ya olvidado en las brumas del boedismo o directamente desconocido para las generaciones más recientes, que bien harían en acercarse a su poesía anárquica y combativa en todos los sentidos de estos términos, que hieren aún los suaves oídos de los que nunca pisan el barro. El barro de la calle y el alquímico barro de la poesía y el lenguaje.
La poema (2011)
Pablo Ananía
Editorial: La idea fija
Género: poesía
Gracias por la reseña.
Gracias Analía: de lo que percibiste se trata probablemente la poema, del incesante cuerpo a cuerpo que se produce en uno mismo por obra del lenguaje donde el autor casual es sólo un testigo más del vacío que hace posible la escritura. Hablo de la búsqueda de aquel no-lugar real donde se cocinan -ya mutilados- nuestros cuerpos. Me resulta extraño que hayas encontrado cierto sentido en la poema y más loco aún que hayas logrado traducir lo que en apariencia es ilegible. Podría decirte con Eco que, de pronto, un poema encontró aquella lectora que supo hacerlo funcionar. Notable.