Por Héctor Prahim
No habían pasado ni quince minutos desde que me senté frente al ventilador y abrí la novela Macadam de Roni Bandini, cuando se cortó la luz en todo el barrio. Seguí unos segundos en la penumbra del living con mis ojos sobre las hojas del libro. Me puse de pie y me acerqué al ventilador para disfrutar de los últimos giros de las paletas. Luego a tientas, con Macadam bajo el brazo, busqué una vela en los cajones del bajo mesada. Encendí una y la afirmé sobre un plato de café, y me quedé pensando en la ansiedad que siente el protagonista después de los cuernos y la separación, y al intentar romper el cerco de un año sabático encerrado en su departamento, viviendo de una plata guardada, esquivando los llamados de una madre posesiva, e intrigado por los temas de Ricardo Arjona que alguien acostumbra dejar en su contestador.
Fui del living a la cocina, de la cocina a la habitación, de la habitación al baño y del baño al balcón, el único lugar donde al menos se podía respirar. Apoyé el plato con la vela sobre una banqueta y me senté en el piso, y estiré las piernas hacia la baranda. Retomé esa lectura dinámica y bien plantada, cuidada y entretenida que propone Bandini, es que cuando se tiene 33 años, sostiene su personaje, ya no hay lugar para lecciones, porque siempre es duro haber sido “El Gurú Maharaji del Comercio Electrónico”, y ahora pertenecer a la Web 1.0, un recurso viejo y desechable, y andar por la vida con un currículum podado para por lo menos conseguir algún trabajo sin morir en el intento.
No había ni una gota de aire. Me abaniqué con el libro, así y todo, las ganas de leer estaban intactas, y seguí, de alguna manera el personaje trata de volver a empezar en el depósito de juguetes apodado La fabrica, aunque no fabriquen nada, y se pondrá bajo el mando de Natalio, el Rey del ochentoso Tiki-Taka, porque todo le servirá al personaje de Bandini para tratar de recomponer su relación con el sistema y dejar de tomar el Rivotril 2 mg recetado por su psiquiatra, siempre costeado por la madre.
Por ningún lado se veía la luna, y allá abajo, en la calle, la oscuridad también parecía sofocante, de todos modos los capítulos seguían pasando, se alternaban entre el viaje del personaje a Mar del Plata, en una cupé Taunus blanca con paragolpes delanteros cromados, y las maniobras de riesgo, por una J. B. Justo cargada y ruidosa, de Esteban, el gigante conductor de la Traffic blanca con portón lateral, en la que él, él personaje, le tocará ejercer oficialmente como ayudante de flete.
Pensaba en eso del viaje a Mar del Plata cuando de golpe vino la luz en mi departamento, y en las demás casas, menos mal, porque la vela se iba a morir en cualquier momento, de todos modos y por las dudas la dejé encendida, por si se cortaba de nuevo. Aproveché que tenía el alumbrado de la calle a la altura de mi balcón y seguí leyendo hasta que alguien pasó por la vereda de enfrente y me miró o miró la vela, y pensé que tal vez pensaba que estaba haciendo alguna especie de rito o algo así. Proferí no darle bola y seguí entretenido con las peleas de Esteban en el tráfico de la ciudad, peleas con taxistas, con fleteros, peleas que capítulo a capítulo se irán convirtiendo para el personaje como en una especie de terapia placentera, más placentera que pasar la tarde en su departamento, como ya dije, atontado de Rivotril, como dice el propio personaje, mirando Startsky y Hutch por el canal Volver y comiendo galletitas Terrabusi.
Continué la lectura al día siguiente, bajo un frío invernal de verano que me obligó a mantener encendida al menos una de las hornallas de la cocina, porque la lectura no me daba tregua, y ahí iba apareciendo el humo de un puesto de choripanes, y luego una mesa de pool, y besos calculados y pelea, más peleas purificadoras que permitiría, en ese concepto, una asociación con “El club de la pelea” de Chuck Palahniuk.
Seguí la lectura en otra tarde de calor, y también en una noche estrellada. Seguí hasta el final de la historia, y entonces direccioné mi viejo ventilador y me dispuse a escribir esta reseña, con la certeza de que Macadam, editado por la editorial Wu Wei, se podrá leer con placer, se dejará leer con placer, sentado en un oscuro y caluroso balcón del conurbano, o recostado sobre un trineo tirado por perros en la Siberia profunda.
Macadam (2013)
Autor: Roni Bandini
Editorial: Wu Wei
Género: novela
Excelente crónica que, sin recurrir a la solemnidad ni a la suma de citas «literarias», va al corazón de la novela y nos revela el placer de su lectura. Felicitaciones.
Excelente relato reseña, está buena esa combinación.