Por Laureano Ralón
¿Qué hacer con un tiempo que hace algo con nosotros, que impregna cada uno de nuestros actos y los desmiembra sin piedad? La respuesta es simple: abandonar la noción de una escena primaria (la pretensión de un origen) y aceptar que recordar es ya siempre contar –y contar componer, construir, edificar, y con ello la posibilidad real de que haya pérdida, distorsiones, engaños y autoengaños…
Reacomodar las vivencias que el tiempo deforma a medida que se va estirando respecto de los hechos; convertir esas experiencias en recuerdos que podemos conservar, repasar y hasta reutilizar para mejorar nuestras biografías y construir una suerte de mitología personal; en fin, crear una especie de contratiempo, de medio refractario, es la única manera de llegar a términos con nuestra finitud epistémica: con el hecho de que no conocemos los nombres divinos de las cosas porque no poseemos un conocimiento exhaustivo de las mismas en toda su complejidad, pues estamos limitados por el alcance de nuestra sensibilidad, que nos conecta con la realidad de las cosas a la vez que, paradójicamente, obstaculiza un acceso inmediato a las mismas.
Por tanto, con la noción de una escena primaria (de un origen que debemos recuperar y/o proyectar dialécticamente hacia un fin) se evapora también la idea de un acceso sincrónico a las cosas mismas. Y esto aplica tanto para la captación del mundo objetivo como para la aprehensión de nuestras propias vivencias subjetivas, que son en primer lugar el resultado de nuestras afecciones, es decir, de nuestro encuentro incorregible y fatal con una realidad que no está hecha a nuestra imagen y semejanza, pero en la que debemos intervenir una y otra vez, traduciéndola antropomórficamente en una carrera contra el tiempo, si hemos de arrancarle un sentido a nuestra comunión con el mundo.
Una de las consignas más importantes de El espectáculo del tiempo, la sexta novela de Juan José Becerra, que he leído un poco a destiempo y con posterioridad a ¡Felicidades!, es que el “yo” posee un acceso privilegiado pero de ningún modo exhaustivo a sus propios recuerdos. En entrevista con el programa Los Siete Locos de la TV pública argentina (2015), un paratexto externo pero de vital importancia a la hora de comprender la manera en que funciona esta novela, Becerra arriesga una hipótesis provocadora:
“Como género, la autobiografía es un fracaso, porque no imagino la posibilidad de sumergirse en el recuerdo personal y sacar algo más o menos concreto de ahí; me parece que se trata más bien, como en cualquier experiencia de recuerdo, de una composición, entonces, de una literatura…Yo creo que la literatura funciona con esa estructura, con ese régimen: el de simular que uno recuerda acontecimientos que ya no están (en el caso de la literatura autobiográfica; pero en el caso de la ficción, que no lo es, funciona del mismo modo). Por lo tanto, no puede haber una literatura que no sea artística”.
El término “artística” no remite a una práctica sino a algo mucho más primordial: al hecho existencial de que recordar es hacer algo con lo dado; no tanto un collage –una combinatoria más o menos ingeniosa por parte de un sujeto ya constituido– sino una suerte de auto-afección impersonal, de síntesis pasiva, de receptividad activa que expresa, complica y despliega una afección más originaria, la cual es inefable en lo epistemológico. Becerra describe este proceso ontológico –una forma de creatividad más primigenia que se juega en el plano del ser de lo sensible– en los siguientes términos:
“Me siento a escribir y hago como que recuerdo cosas personales pero en el fondo lo que hago es componerlas. Me parece a mí que el recuerdo, que es en lo que se basa la autobiografía o en lo que debería basarse el género, funciona de esa manera. Y a medida que el tiempo se va estirando respecto de los hechos, lo que queda finalmente es una especie de mitología personal, es decir, lisa y llanamente inventos acerca de las experiencias vividas…pero al mismo tiempo, como eso se hace solo, uno no necesita intervenir ahí, no necesita construir un artificio…Escribir sería como la versión física que se hace en otro nivel, en el nivel invisible de la inconsciencia…es un flujo en el que uno no es el factor dominante”.
Si es necesario contar es porque la sensibilidad es un misterio –un misterio que debemos exorcizar. Y si una novela total como El espectáculo del tiempo se propone decir lo indecible, entrar en contacto con el absoluto (un absoluto para nosotros pero absoluto al fin, pues traspasa las fronteras de la experiencia posible), ese rapport no puede ser otra cosa que la tentativa de llegar a términos con un sentir más originario que es anterior a la activación de lo sensible que va a despertar sentimientos y hasta conocimientos en nosotros. Para Becerra, lo espectacular del tiempo no es su eterno pasar (una suerte de flujo constante), sino su intensificación y hasta su estancamiento en esa zona de lo indiscernible en que sintiencia y sapiencia se entrecruzan, generando un cortocircuito que amenaza con generar experiencias. Pero todavía no…
Es que El espectáculo del tiempo no se ocupa de la experiencia posible que produce la síntesis entre sensibilidad y entendimiento; ni siquiera de los sentimientos ya domesticados, es decir, subordinados a un sujeto con una identidad fija y un mundo psíquico más o menos estable, sino de la penumbra de posibilidades de la que emanan destellos de futuridad, momentos singularísimos que amenazan con ser algo, con subir a la superficie de lo claro y lo distinto para retraerse rápidamente y ser reabsorbidos por el automatismo de la rutina, los mandatos y los roles sociales –por el flujo de lo cotidiano, que los disuelve y los elimina como un río que desembocará en el mar, en esa inmensa memoria de recuerdos difusos, de cosas que no fueron, que no pudieron ser, una suerte de bajo-fondo estético sobre el que flota nuestra experiencia objetual, todo eso otro que bien podría haber sido de otro modo y que, por ello, está doblemente presente.
No estamos, por todo lo anterior, ante un libro que se conforme con inventariar vivencias o recuperar un tiempo perdido. El autor se dedica más bien a infiltrar los intersticios de la experiencia vivida para sumergirse en la pluralidad disyuntiva de sentires que es el lecho de acontecimientos sobre el que se montan los estados de cosas, los hechos concretos, las experiencias bien constituidas que quedarán para el recuerdo. No se trata de nostalgia, sino de llegar a términos con el lado B de las cosas –un poco como darle “play” a una cinta que corre al revés y en la que se escuchan todo tipo de ecos y murmullos. Sin embargo, no se encontrará en ella mensaje subliminal alguno. Pretender un acceso directo e inmediato al ser de lo sensible es caer en el dogmatismo, brindarle poderes epistémicos al sentir que no le pertenecen, fusionar ilícitamente sintiencia con sapiencia, confundir sensibilidad con pensamiento. Si lo que no fue asedia a lo que fue, solo podemos referirnos a esta zona gris desde lo que efectivamente fue, desplegándolo y complicándolo a través de lo que evoca en nosotros.
La literatura puede darse el lujo de transitar y desplegar esa zona de indeterminación que constituye el puro sentir, una región intermedia del ser que se ubica entre el orden de las causas y el orden de las razones. Puede permitirse especular acerca de su realidad secreta, pero para ello deben darse al menos dos condiciones. La primera condición es que no alcanza con un lector cómplice, como creía Cortázar; hace falta ante todo un narrador errático que no clausure los intersticios de esa realidad otra. En este sentido, una de las innovaciones formales más interesantes de “El espectáculo del tiempo” es el desdoblamiento del narrador omnisciente. Y por desdoblamiento Becerra tiene en mente algo muy específico. En la entrevista ya mencionada, declara que
“No es lo mismo el yo que vive que el yo que recuerda…y escribir que corregir…Entonces, me parece que o que tiene que ver ahí es el tiempo como agente de corrección y enmienda; es decir, cuando uno vuelve atrás sobre cualquier cosa que haya hecho, siempre le parece que lo que ha hecho está mal: que hay un modo de perfeccionarlo, que hay un modo de corregirlo, y sobre todo también que hay una necesidad de borrarlo. Entonces, yo pensaba que utilizando esos dos “yo”, lo que aparecía ahí era la evidencia de la imperfección de la literatura, de que no está terminada nunca una novela, de que siempre hay algo para agregar o para quitar, y que esa dinámica, a pesar de que es un libro que ya está impreso y ya está editado, sigue de alguna manera viva en el interior del libro”.
No se trata, entonces, ni de un narrador distraído ni de un narrador que duda. Hay literalmente dos narradores que, no obstante, son la misma persona, solo que sus perspectivas difieren temporalmente entre sí. Este gesto formal implica reconocer que una novela es un proceso abierto más que un producto terminado, un proceso diacrónico que resiste múltiples intervenciones:
“El libro me parece que tiene como una especie de entropía –todos los libros, aún cerrados y sellados en una imprenta– que nos hacen pensar que…nunca está dicha la última palabra de un libro, como nunca está dicha la última palabra de un recuerdo, es decir, siempre hay una nueva posibilidad de agregar o quitar algo a lo ya aparentemente finalizado”.
En cuanto proceso, El espectáculo del tiempo también puede concebirse como una novela que crece, como crece el conocimiento y se expande el universo mismo a partir de un principio último, estético, de creatividad:
“A mí me gusta la idea de imaginarla como una novela en expansión. Es una novela que, aun cuando se detuvo, todavía conserva una fuerza –la fuerza de la inercia– que la sigue haciendo avanzar en algunas direcciones –ojalá que sean todas direcciones encontradas, que no sea una sola– porque me parece que la literatura tiene un efecto de tren que no termina de frenarse. Eso se ve mucho más cuando lee que cuando uno escribe. Cuando uno lee, me parece que hay cosas de lo que uno lee que todavía dan vueltas en la cabeza que tenemos de lector durante mucho tiempo; es decir, volvemos sobre eso, aun cuando no volvamos a leer ese libro nuevamente. Y ese es un movimiento, me parece a mí, que producen los libros…y que tiene que ver con cierto peso que se ha trasladado en ese libro y que no logra detenerse por el momento”.
La segunda condición es que la novela debe ser más relato que historia, lo cual implica que la noción de devenir ha de imponerse sobre la idea de una progresión lineal. Becerra lo describe en estos términos:
“No hay que ilusionarse con la continuidad…uno puede seguir una secuencia de hechos aparentemente lógicos, obedientes a un hilo cronológico, y sin embargo, hay mucha discontinuidad en el interior. Uno olvida constantemente incluso lo que está contando, entonces esas irregularidades, que tienen mucho que ver con el modo en que se enciende y se apaga la memoria, también me parece un modo naturalista de relacionarse con el tiempo, y con lo que el tiempo hace en nuestro recuerdo, que es un desastre…El recuerdo que no niega, inventa, me parece a mí, pero ninguno es fiel a la verdad”.
En pocas palabras, lejos de lo que pudiera parecer a simple vista, no estamos ante una novela que se caracterice por un estilo de escritura a la deriva. Se trata más bien de una novela discontinua, llena de interrupciones, de saltos y contra saltos; más que un collage, un agenciamiento de partes que van construyendo un todo en expansión, una totalidad abierta que promete seguir dando que pensar a medida que –como el tiempo mismo– se estira y se dilata al compás de cada lectura. Si estamos ante una novela exigente es porque, más que un lector cómplice (el cual de alguna manera subordinado a los caprichos del autor), “El espectáculo del tiempo” demanda un lector que se reinvente en cada página, que devenga junto con la obra, que se pliegue a ella y juegue su juego para generar nuevas perspectivas.
El espectáculo del tiempo
Autor: Juan José Becerra
Editorial: Seix Barral
Género: novela
Complemento circunstancial sonoro: