Por Adrián Ferrero
Este libro, interrogado en su singularidad, desconcierta tanto como fascina. Presentado bajo la narración de un viaje turístico familiar a China, remite no obstante a otros viajes (imaginarios o reales, incluso históricos), a sueños, a jirones autobiográficos, a un cuaderno de notas para capturar lo evanescente. Y también consiste es la narración realizada con la avidez de quien, de modo incesante, se halla compelido a descifrar signos.
En el que viaja a tierras en donde se desconoce el idioma (y, peor aún, el alfabeto), predomina la experiencia de la ansiedad angustiosa alcanzando el paroxismo de la desesperación de hacerse entender. Surgen entonces algunos obstáculos. Malentendidos que fundan parcialmente el pacto de este libro. Esto se ve ligeramente atenuado porque la mujer del protagonista, quien hace algunos años que estudia chino mandarín, oficia de moderada traductora, mediando entre dos sistemas semióticos que sin embargo pocas correspondencias y resonancias guardan. Eso no les evitará, sin embargo, varios percances. Por otra parte, las indicaciones de los chinos suelen servir más para extraviarse que para encontrar paraderos o realizar operativos. Y a ello hay que sumar el caos imperante, las dimensiones colosales, la agitación demográfica, la contaminación y un verano tórrido que todo lo trastorna. Una nación de tradiciones antiquísimas sometida a procesos de ultramodernización que no hacen sino sumirla en desajustes.
Pero vamos a las cosas. Ante el primer shock de encontrarse frente a una máquina de escribir caracteres chinos (que declina de adquirir, debido a su alto costo), el viajero quedará prendado de su encantamiento y luego comenzará a hacer de ella casi el objeto de una obsesión pero también de una devoción. Se lamenta porque siempre ha querido tener una colección de máquinas de escribir pero tan sólo tiene dos. La posibilidad de devenir entonces coleccionista se apodera de él y lo va haciendo internarse en un universo intrincado. Búsquedas por la Internet, pesquisas callejeras, estudiadas conversaciones hasta dar con un posible vendedor. La máquina es demasiado cara y la comunicación difícil. Dos circunstancias que atentan contra cualquier operación financiera pero en verdad cualquier trueque. Por añadidura, Berti (sí, Berti) compra en una megalibrería un ejemplar de Historia de la máquina de escribir, de un tal Feng Xuelein. La pesquisa adopta ahora meandros históricos y se empapa de anécdotas literarias, lo que vuelve aún más seductora la aventura.
Por fin, mediante algunas estrategias, familiares del vendedor que hablan un inglés razonable y el correo electrónico, la transacción se consuma. No obstante, a la máquina le faltan piezas. Los dueños le ofrecen bajar el costo, a lo que Berti accede, con resignación. Logra por fin adquirir su máquina de escribir caracteres chinos. Pero los contratiempos no se detienen ¿cómo empacarla? Y después ¿cómo hacerla pasar por la aduana sin que sea confundida con un objeto de contrabando? ¿cómo evitar que sea un objeto sospechoso? Pues nada de eso sucede. Había actuado con cautela y recelo. Pero en ocasiones la realidad termina por ser benévola.
El viaje, además de devenir relato, deviene libro/objeto con fotografías que toma su esposa, Mariel Ballester. Esto combina el código verbal con el iconográfico. De allí que este libro remita a Roland Barthes por Roland Barthes, por ejemplo o, mucho mejor aún y más a tono con su espíritu, con el de Julio Cortázar y Carol Dunlop Los autonautas de la cosmopista.
Para un escritor, lo más desesperante que puede acontecerle es quedarse sin palabras, que es como quedarse sin literatura. Sin su literatura. E introducirse en una constelación en la que las que reinan no le sirven ni le pertenecen. Y en el que las suyas resultan sonidos inútiles. A diferencia de la moneda, la lengua pertenece a un orden tan privado que no responde a un valor de cambio, pese a que la traducción podría garantizar una cierta equivalencia, que jamás es literal sino bastante libre.
No menos importante es la mirada antropológica y sociológica que propone el relato del viaje. En la que se contrastan costumbres, tradiciones, comidas, vestimentas, formas de la organización y la disposición social. A partir de aquí, nuevamente correlaciones entre significantes y significados. Tal vez sea por eso que Berti ha elegido la máquina, como condensación sémica de la capacidad de producir sentidos y, una vez más, malentendidos. El particular acento está puesto en alfabetos, gramáticas, fonéticas, escrituras, grafías, signos, libros en distintos idiomas. Todos ellos son la marca de una vocación: la de escritor y traductor. Esto es: la de quien cifra y descifra su lengua. Incluso mediante la operación del contrabando cuando trabaja con otras.
Eduardo Berti y su familia asisten al espectáculo de lo exótico pero también de lo que los reconcilia definitivamente con su identidad más rotunda. El viaje, estar viajando, es ya una de las formas del regreso. O la promesa de otra partida. O (en un colmo) la perfecta excusa para acometer un libro. Quizás éste que estamos leyendo. O el próximo.
No están exentas las notas del humor, el nonsense de los sueños o de ciertas situaciones cotidianas, los encuentros y desencuentros, los accidentes, las excentricidades, algunos matices políticos en los que se alude a la censura, al severo sistema de control de la natalidad y la vida de un país cuya organización ha sido, lo sabemos, históricamente compleja.
Y hay un apartado final, en ocasión de su tercer y último viaje a China. Allí el narrador argentino radicado en Burdeos, Frrancia, toma la decisión de escribir, bajo la forma de recuerdos, fugaces imágenes, ideas, impresiones, reflexiones, para plasmarlos de forma indeleble. Lo hace encabezando cada una de ellas con el verbo “Recordaré”. De modo que desde ese presente de la enunciación encarnado bajo la forma de una promesa, el narrador formula un enunciado que automáticamente deviene pasado. Las declinaciones de los verbos son mucho más que un acertijo. Son la llave lingüística para ingresar en un universo físico y metafísico.
Este libro constituye entonces la narrativa del paradigmático viaje turístico familiar por paisajes remotos sobre el que conocían representaciones previas. Pero además de ser una reflexión y constituir un registro de los desplazamientos de un grupo de personas que se sienten esencialmente “fuera de lugar”, es una notable meditación acerca del tiempo. Del tiempo del viaje. Del tiempo de la escritura y del de la imagen. También del de la lectura. Una reflexión compleja e incierta acerca de aquello que nos atraviesa, que nos afecta y a cuyos efectos nada ni nadie pueden sustraernos.
La máquina de escribir caracteres chinos (2017)
Autor: Eduardo Berti
Editorial: Tusquets
Género: novela
Complemento circunstancial musical: