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Reseña #877- El viaje iniciático de un contemplativo

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Por Adrián Ferrero

Este libro de Arnaldo Calveyra revela la posibilidad maravillosa de un creador cuyo atributo mayor estriba en no respetar ni las fronteras ni los límites que el lenguaje literario impulsa a respetar tanto en los géneros como en su índole. En efecto, si la literatura nos habla, además de un cierto idiolecto propio de un autor singular (muy acentuado en el presente libro) y en sociolectos o lectos de grupo (propios de diferentes grupos sociales), Diario francés resulta una pieza única en género o, como mínimo, extraña en la mejor de las acepciones de esta palabra. No respeta en sentido estricto tampoco el género “diario” tal como más debería en principio acercarse. Ni tan siquiera en su condición más aproximada. De modo que, en definitiva, es resistente. Se resistente a acatar. Es, para definir su condición, un libro del desacato. Naturalmente que esto tiene repercusiones de toda índole. En primer lugar, desorienta al lector sin que ello sea sinónimo ni de extravío ni de falta de entendimiento o discernimiento. Al ser producto de un cierto espacio de enunciación particularmente infrecuente, construye un lector implícito que resulta no exactamente exigente pero sí que induce a un profundo estado de incertidumbre (pero no de perturbación). Este extrañamiento resulta perceptible de inmediato. Quien tome este libro entre sus manos, a poco de comenzar a leer sus primeras páginas, experimentará una profunda sensación de extrañamiento. ¿Por qué? Sencillamente porque no sabrá frente a qué clase de texto se encuentra. Con esta idea ratifica la hipótesis del comienzo de su propiedad inhabitual. No forma parte de ningún género en sentido estricto,  pero a la vez participa de varios: la lírica, el diario, la prosa poética, el libro de notas, los carnets (esos cuadernos dentro de los cuales los escritores suelen consignar sus proyectos futuros), el uso de la cita. En fin, el listado forma parte de un largo etcétera que tampoco considero inteligente agotar sin más bien prescindible, porque, precisamente, lo más valioso que tiene este libro es el híbrido, las zonas de cruce, la mezcla, el collage. El texto burbujea como marmita, estalla el plano de los significantes porque los significados también lo hacen en esa misma dirección: la consigna, implícita o no, deliberada o no, es ponerlo todo en cuestión. 

Conjugando de modo transgresor un misterioso (está más cerca del misterio que del enigma) diario lírico, en el que no abundan las fechas pero sí las entradas (casi todas numeradas o separadas por asteriscos), un feliz y complejo montaje configura el texto. En efecto, fragmentos de cartas, poemas (propios y ajenos), citas, reflexiones, prosas, jirones autobiográficos se eslabonan entonces, como algo adelanté, en una obra que no se parece nada. Aparentemente sólo a sí misma. En verdad viene, si uno es más o menos conocedor de la poética de Calveyra, a confirmar ya desde su “libro de comienzos” hasta los últimos que configuraron una suerte de trilogía no ignoro si conceptual o como plan en sentido estricto pero sí que mantuvo sin lugar a dudas correspondencias que pusieron en sintonía a unos con otros. Me refiero, como se recordará, a Maizal del gregoriano (2005), Diario de Eleusis (2006) y Cuaderno griego (2010). Desde una dimensión no estrictamente católica ni pagana, sí estuvieron en este libro dos elementos que fueron explícitos: lo devocional y el viaje. No bajo la forma más o menos difusa del sermón o la oración, sino de la palabra que dialoga cuidadosamente con el silencio, en un contrapunto exquisito. Y el viaje como una suerte de peregrinaje en torno de, o bien una temporalidad imaginaria que reenviaba a otros momentos de la vida, o bien, esta vez sí, al desplazamiento espacial en una suerte de itinerario que suponía pausas, detenciones, estaciones. En estos tres libros igualmente sucedía no precisamente lo mismo que en Diario francés (si bien el viaje como semema es común los cuatro, menos quizás en el primero de todos ellos), pero sí tenía lugar un cierto aire familiar. Aquí Calveyra, tal como solía afirmar “había llegado tarde a la hora del reparto de los géneros literarios” y costaba, una vez más, en especial para los críticos partidarios de una cierta rigidez o regularidad en los corpus, ajustarlos a ellas. Mezclaba dialógicamente lírica, dramaturgia y prosa. En un texto irreverente nuevamente se volvía irrespetuoso (sin ser impetuoso) de las coordenadas a las que nos tiene acostumbrados el sistema literario en todas sus facetas. Calveyra insurreccionalmente, se resistía a la adscripción a la todo aquello que disciplinara, estipulara, agrupara. Su texto, por el contrario, era más propio de un peculiar dispersión. Esta circunstancia doy por descontado que sume en el desconcierto no solo al lector, sino expertos mismos. Quienes, admirando el virtuosismo de su escritura, podían desorientarse al punto de no saber cómo resolver desde la crítica literaria un abordaje analíticos de este corpus. Calveyra nuevamente descolocaba, dejaba fuera de lugar, era un insumiso, en  palabra de la poeta María Negroni. En este punto, me parece que Calveyra es donde se vuelve más productivo desde el punto de vista, por un lado, de los discursos sociales: creaba un discurso inclasificable, indescriptible. Eso por un lado. Por el otro, a los entendidos, los dejaba sin armas para el trabajo sobre una obra y, una vez más, una poética. Era una figura que, como ya lo dije, sin ser violento, sí presentaba una batalla contra la institución tanto crítica como contra ciertos lectores que aspiran a saber en términos bien claros y definidos qué es lo que están leyendo. Y Arnaldo Calveyra precisamente eso era lo que no estaba dispuesto a hacer. Sino a trabajar la escritura según sus propios términos. Ni los que lo habían precedido ni las expectativas previsibles.

Pero vayamos al libro. Localizado fundamentalmente en Francia (pero con viajes por España y las insoslayables zonas de transición de arribos y partidas a las distintas patrias tanto durante el viaje en barco como en los internos una vez llegado a París) el diario es el registro que un contemplativo traza con la libertad de quien inicia una nueva temporada (y una nueva vida) en un país que venera. El laboratorio (sí, pienso este libro como  un laboratorio en diversas acepciones) para hacerlo no sólo son las caminatas, sino esta suerte de diario mismo, en el cual interroga la esencia misma de la escritura como tal. El lenguaje devenido lengua literaria ante todo es experimentación como en tanto que innovación de algo sin precedentes. Hay una suerte de emoción encantatoria de Calveyra por ese lugar seguramente tan imaginado de seguro a través de los libros pero también de relatos y distintas clases de representaciones sociales no estrictamente vinculadas al orden de la poética. En tanto que temporada iniciática, Calveyra pareciera refundar su vida en este viaje y el presente libro puede ser leído (en todos sus alcances y entre otras claves) como el testimonio de un misterio, como dije, revelado a medias. Calveyra ha sentido, ha experimentado tal sensación seguramente de arrobo a llegar a un espacio tan anhelado desde el orden la fantasía previamente, que ni siquiera un lenguaje tan  privado como el que presenta este libro podía dar cuenta de lo que tiene lugar al arribar a ese espacio tanto físico como connotativo. Porque pese a la soledad, que podría parecer una circunstancia para algunos desventajosa o incluso que induce a la consternación, resulta en Caleyra la condición que le permite vivir con tamaña intensidad ese medio por el que circula. Eso por un lado. Por el otro si, como vemos, el producto de ese viaje es este “diario lírico”, por lo tanto lo que sintió ha de haber sido de una naturaleza tan fuera de seri como transformadora. Y prácticamente intransferible. Al punto que debe proceder a la invnción de otra lengua literaria para dar cuenta de esta estancia. La frecuentación de museos, conciertos, lugares venerados, espacialidades a sus ojos significativas que de un modo u otro inesperadamente cobran un espesor material, y afectan a Arnaldo Calveyra en subjetividad de manera superlativa e incomparable. Por otra parte, si bien Calveyra conocía otras urbes, como La Plata (en pequeña escala) y Buenos Aires (espacio simbólicamente más rico desde lo cultural tanto como desde lo urbanístico) esta suerte de Meca de la Historia del arte pero además de la Historia en general no podía sino resultarle movilizante.

Asistiendo a una cultura sorprendente y ajena pero al mismo tiempo sintiéndose profundamente como en casa (esto es: jamás un extranjero), Calveyra no puede sino volver la mirada hacia su país atribulado no con la nostalgia del que ha partido sino reconstruyendo el padecimiento y las contradicciones de una Historia plagada de paradojas, malentendidos, agresiones y hasta, en ocasiones, corrupción y mala fe. No es seguramente que esto no tuviera antecedentes en Francia. Pero de modo evidente había para Calveyra la presencia allí de otro espacio simbólico conferido a la cultura, por un lado. Y por el otro de una Historia según la cual lo así llamado “civilizado” era muy superior a lo que caracterizaba al espacio del cual se había marchado. Sin embargo, Calveyra de marcha de muchos espacios. Se marcha de Mansilla, de Concepción de Uruguay, de La Plata y, probablemente, de Buenos Aires al menos como  un referente nítido. 

Se pueden recortar en este diario encuentros con personas, resucitar voces y diálogos, recuperar la música de ciertos espacios o momentos, armando una suerte de gran tapiz en el que dispone personas, distribuye vínculos, relaciones, anécdotas, instantes más o menos efímeros y, sobre todo, la fugacidad y el encanto de algunas epifanías. Y este patchwork que de modo evidente Calveyra también mediante un acto de condensación plasma en el diario constituye precisamente la idea de “diario de la cultura”. Porque, convengamos, no se trata de un diario de aventuras, de un diario de amoríos de un Don Juan,  de un diario incluso de avatares. Sino un diario producto del resultado de un argentino que circula por un universo simbólicamente de una infinita riqueza. De ese ámbito él no solo no desperdicia un ápice, sino que también lo potencia todo a partir de la propia escritura, que es registro, narrativa de existencia y reservorio de vivencia de naturaleza extraordinaria. Así, da pie a un testimonio que su subjetividad de naturaleza inhabitual desde el plano de lo sensible e inteligible hasta incluso incluir en esa lista lo perceptivo, no dejaba pasar un solo estímulo. En efecto, Francia, es un espacio ante todo estimulante para Calveyra. Culturalmente sugestivo porque invita a pensar no solo el arte sino los vínculos y la educación desde una perspectiva deseada por él pero inhallable hasta ese momento. Calveyra es ante todo un hombre civilizado. Y cuando digo “civilizado”, me refiero también a palabras como modales, buena educación, formación, información y a todo ese conjunto que configura la identidad de un sujeto en tanto que completitud. 

Siente que está en el lugar exacto y en el momento justo. En ningún momento duda de esa circunstancia pese a que en algún instante pueda sentirse un desconocido en una ciudad de la cual mal que le pese no es oriundo. Pero tampoco Arnaldo Calveyra es un turista. Esto es otra cosa. Es la circunstancia del hombre de la cultura que llega a un espacio extranjero que sin embargo pareciera conocer de toda la vida. La introspección naturalmente tiene lugar y a partir de ella queda puesta en un primer plano la personalidad del sujeto. No desde el egocentrismo o la egolatría, sino desde un “yo lírico”, pese a la referencialidad en este caso algo velada, que ante todo “es alguien” a quien todo lo que lo circunda, de orden novedoso, lo afecta. Y alguien a quien le pasan cosas, que asiste a un espectáculo que, pese a sospechar, es de naturaleza renovadora.

Pero Calveyra deja en claro que se siente a gusto. Lo perturban la vulgaridad de ciertos argentinos que con altanería producen una molesta sensación: la de no ser reconocidos en su carácter de compatriotas. Ese efecto, esa emoción perturbadora se repite y regresa en distintos contextos. También es la prueba más clara que viene a confirmar que su decisión de partir (y de llegar a París) ha sido acertada. Argentina era un país incómodo para él. Y París un destino que quizás ignoró durante parte de su vida. Pero durante la cual en un determinado punto no dudó más de que lo sería. Y de modo definitivo.

Se redescubre el universo en este texto. El agua, los manantiales, las fuentes, el césped, las flores, los frutos, los bancos del Luxemburgo, los caleidoscopios, la mirada sobre los astros y el recuerdo de su otra naturaleza, el de su Mansilla natal, pueblo de la provincia de Entre Ríos, le provocan asociaciones permanentes con el pasado pero también una profunda comunión con el presente. En su evocación, regresa a algunos amigos, a familiares, a su infancia y su adolescencia. Hay citas comentadas o no de poetas o escritores (¿asomos de una incipiente crítica literaria?). Y en esta suerte de poética que por momentos podría evocar (¿por qué no?) el universo poético de Marcel Proust, para proseguir con la asociaciones francesas, Calveyra se encuentra con una realidad que mediante distinta clase de manifestación lo invita a regresar a esa espacialidad más remota, más entrañable y más ligada a la esfera afectiva.

El pincel fino y delicado de Calveyra no se olvida de nada. Es detallista, como ciertas creaciones orientales y creo que allí estriba la clave del diario: en su inmensa capacidad de observación y detenimiento en la realidad más recóndita. Aquella que habita y por la que circula pero también la que le es dado vislumbrar. Como si lograra escrutar cada fragmento de esa totalidad con un microscopio. Hay también una imaginación que no duerme, que todo el tiempo vela y, sobre todo, un tipo de mirada fascinada (para nosotros fascinante) con la que repasa esa espacialidad dando cuenta de la miniatura. Una filigrana, respetuosa, solidaria, humanista, atenta, estética. Y en esa forma de mirar quizás se condense el subtítulo de este diario francés: “Vivir a través del cristal”. ¿Qué es mirar a través de un cristal? Puede ser un cristal deformante. O puede ser un cristal transparente. Por lo tanto, el libro se podría cifrar en términos de mirar a través de una transparencia. También mirar con honestidad, con honradez, con limpieza, sin dobleces.

Por detrás de ese espíritu que aspira a registrar su entorno de un modo selectivo, Calveyra juega a trabajar con los silencios, los implícitos, la ruptura de la sintaxis y de la frase, de la semántica también. Y a buscar la poesía en los lugares y el tiempo más insospechados. Y descubre a la lírica o, en todo caso, al lirismo propio de ciertos discursos (y de un cierto modo de ver) como acontecimientos de naturaleza inescrutable. 

Entre 1959 y 1960 el autor habita la ciudad de París, llegando con una beca. Esa temporada tan intraducible en  palabras aún para alguien diestro la lengua, y muy en especial en la lengua poética, da cuenta en sus notas más dominantes, que son las de la maravilla t el recogimiento (sin caer jamás en la indiscreción), en un tono inevitablemente confesional propio de quien está a solas. Calveyra vive experiencias maravillosas y siente que se dirige a un lector imaginario. Tal vez seamos nosotros ahora, a estas horas, en este día, nos haya estado hablando. Sabiéndolo e ignorándolo. En esa sugestión magnífica que es la literatura, en la que intervienen, la alquimia de lo inexplicable, pero también lo razonado en una combinatoria que, en Calveyra, es espléndida contemplación. Cuya notación ha sido posible, gracias a su virtuosismo magistral e incalculable.

Diario francés. Vivir a través del cristal (2017) 

Autor: Arnaldo Calveyra

Editorial: Adriana Hidalgo

Genero: Diario 

Complemento circunstancial musical:

 

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