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Reseña #869- La guerra ya empezó 

 

-FPDMG-

Por Emiliano Scaricaciottoli

“Ayuda estar en Berlín”, le responde Samanta Schweblin a Elsa Drucaroff en un conversatorio pedorro de la reciente Feria Internacional del Libro. Necesitaba empezar esta lectura, la desgracia de esta lectura -porque, para mí, los libros de Cisnero no suenan a bachata, suenan a una desgracia, y no miran para otro lado, no son narcóticos de la pobreza de los tiempos que corren- decía, la desgracia de esta presentación me llevó a pensar esa hora y ocho minutos, más o menos, que duró la “celebración”/homenaje que Drucaroff le hace a Schweblin. Resulta que en estos tiempos de plomos y ajuste, se celebra el éxito prematuro, las re-ediciones en múltiples idiomas, las amarillistas contemplaciones por el peso de la fama (“Ayuda estar en Berlín”, insisto). Hablar de ética y de escritura suena a un arcaismo peligroso: no, no pertenezco a la generación que celebraba los comité de moral del Partido; pero sí pertenezco al Partido. Y el Partido está en guerra.

Hoy tengo el enorme honor de desgraciarme en un nuevo libro de Alberto Cisnero, que es uno de los mejores de mi generación por la dialéctica negativa de no-estar. No estar con Drucaroff pajeándose con comentarios obsecuentes sobre lo caro que es comprar pan en Berlín, y sí con Cultura Metálica y los parias que paramos en el stand Zona Futuro (como hace ya cuatro años) para seguir gritando que la guerra ya empezó hace un rato largo. Para insistir con la necesidad de una ética en este oficio violento de escribir. Este enorme honor, y perdón por ser reiterativo, pero no me lo esperaba, no me esperaba el llamado de Alberto para ofrecerme estar en este lugar (quizás sí para decirme que lo metieron en cana o alguna otra desgracia un tanto menos moderada que el costo del pan en Berlín), este enorme honor me interpela para pensar por dónde está pasando ese posesivo del título de este poemario: mi. Mi guerra.

Necesito hablar, entonces, de la guerra de Alberto porque es la guerra -como si fuera un erizo romántico- de mi generación, y necesito pensar este libro desde donde Lucas Peralta abandonó o cerró Escombros (y no soy Drucaroff vendiendo a mis amigos en la academia, aclaro): “De qué se ríe mi generación?/De qué se acuerda?/A qué le está cantando?”. El recuerdo, el sueño, el tormento de ambos en la conjugación de lo que Alberto llama “su guerra”, nuestra guerra, tiene fecha: 19 y 20 de diciembre de 2001. Es imposible pensar este nuevo libro sin caer en el pozo de los balances de lo que fue aquella gesta popular, la última vital (para esta sociedad somnífera) y la primera grande para nosotros (los que andamos entre los casi cuarentas y un poquito más). Y no me vengan con desarrollo desigual y combinado, es difícil, en estos casos, los que hemos combatido en las calles en aquellas jornadas de aquel diciembre furioso, sabemos muy bien que no fue gratuito. 

Sentados en una pizzería de Primera Junta, Alberto me cuenta que en diciembre del 2001 ambos estábamos militando en el mismo frente, en distinto partidos del mismo frente, y que necesitamos ponerles nombres. Hablamos con referencias, con signaturas, no le tememos a los viejos relatos, quizás porque la vulgata de la muerte del autor se clausuró en todos estos velorios que nos tienen alquilados. Las víctimas del 2001 a razón del accionar del aparato represivo del Estado tienen nombre y apellido. Sí, la de los sesenta y setenta, también, pero ninguno de esos compañeros, de esos compañeros y compañeras, puede medirse por su volumen de muertos. Con otro gran amigo de esta generación que supo sangrar el 2001 y no desde un balcón (como Schweblin o Gabriela Massuh), Mariano Pacheco, recordamos aquellos días, aquellos meses, como una crisis revolucionaria. Y cuando lo decimos siempre algún compa de la otra batalla, la que se libró en dictadura, se nos caga de la risa. A ver si nos entendemos: los muertos tienen nombre y apellido. Medir al 2001 por la cantidad de muertos o por los niveles de organización nos parece patético. Y es un debate entre compañeros, y no fue Duhalde y los saqueos, insisto, estuvimos ahí y no fue desde el balcón tampoco.

Las calles del 2001 están demasiado presentes en los poemas, en estos poemas de Alberto. Se envejece después de algunas batallas-con guerras en curso, claro. “Yo no era así, quedé así”. Es imposible mirar para atrás sin negociar con la certeza de la muerte. Y no la muerte en una panadería de Berlín. La certeza que llama a la puerta de la escritura de este libro es el recuerdo presente de una muerte constante: “me dedico al negocio de envejecer” (Poema 23). Los que perdimos en el 2001, como lo caracteriza Alberto en este poemario, no nos tomamos a la ligera que envejezca con nosotros la idea de tomar por asalto una vez más Puente Pueyrredón o alguna dependencia del Estado. Cisnero recuerda (pero de manera presente, interpelado por esta coyuntura) las lecciones del 2001: “¿Por qué somos tan pocos? Porque perdimos todas las batallas”, pero sobre todo la “mejor aventura de mi generación”. Y ahí radica la ética de la violencia. Cisnero interroga, se interroga sobre la escritura que dejó a una generación a la intemperie. Ese sueño, quizás derrotado nuevamente en 2015 (o antes, si los compañeros presentes me permiten), fue el “año uno del siglo” y sus ruinas espejadas con las radiografías de estas calles (las de acá afuera, decoradas con la mampostería de algún fondo del conurbano pero para que la ciudad se parta en mil pedazos y su memoria también): el hambre, mamá, el hambre que pasamos no quedó anclado a un pasado superado por vaya a saber qué conciliación de clases. Por eso el “parte” no es sólo de su guerra, sino de una guerra colectiva que aún hoy tiembla como un tirante que sostiene una mole de muertos. 

¿Se puede olvidar el hambre, la muerte, los nombres y apellidos de los compañeros caídos? Nicolás Rosa decía-robándole cositas a Lacan- que para recordar hay que saber olvidar. Saborear la hiel del olvido, en sus palabras: “…allí donde se alojan las fantasmatizaciones del deseo cuando es rechazado por lo simbólico y negado por la realidad”. Sin embargo otro eje neurálgico de la escritura de Alberto es el sueño que corrige y ensucia, el tiempo recordado, la prisión del recuerdo, un sabor que no se va así de fácil en una panadería de Berlín. El sueño trunco del 2001 es también propiciatorio de una rehabilitación permanente de aquellas calles, de aquel diciembre caluroso, donde “veíamos carne cuando se choteaba un perro”. El tiempo recordado es un refugio paranoico, al mismo tiempo, en un edén, el de la derrota. Sospecho que la derrota también es un refugio para no salir. Y eso me preocupa de este libro, de esta escritura, la de este Alberto (que no es la de Robo un auto para trasladarse a las soledades vivientes o la de El movimiento obrero granizado): una conexión vital con el limbo pretérito de lo que pudo haber sido, o quizás, aún peor, de lo que vino después. La ética de la escritura, de esta escritura, también dispara hacia un intimismo inusitado en su escritura. Y que, por cierto, celebro. Cuando me refiero a intimismo es como estar montado en una retroproyección de lo minoritario. El ex combatiente vuelve a su cucha a escuchar de noche los impactos de los misiles, a ver en las estrellas un páramo. ¿O no necesitamos también los ex combatientes vacaciones? ¿O solo en Berlín o desde Berlín se pueden ver las estrellas? Me empecino en detectar en cada milímetro de estos poemas una práctica de la escucha: los ruidos de latas, las gotas miserables en una oscuridad permanente, los insectos kafkianos, la niebla temprana, la lluvia reparadora, la familia, los hijos. Ciertos Berlines.

Ciertos remansos.

Peligrosos remansos.

Pero, de vuelta, lo minoritario del ex combatiente, su ecosistema de supervivencia se enfrenta a otra violencia; ahora una violencia que se ha quedado sin partido, sin Puente, sin helicópteros. Una violencia que se desata por la sequía de partido, de Puentes y de helicópteros, justamente. Se pregunta, pues, para qué escribir. ¿Para una cofradía de lectores-zombies que celebran algún miércoles por la noche el devenir extraterritorial de un cuerpo de videt y espectacularidad superflua? ¿Para una comarca de “buenos lectores” desde los pasillos universitarios-ah, los universitarios, muy preocupados en invertir su tiempo para constatar que se han acabado los grandes relatos? ¿Para una comunidad de amigos del recuerdo que se juntan a olvidar las penas de no haber formado un cuadro, un maldito puto cuadro en más de una década? Escribir, dice Cisnero, para calmar a la bestia interna, al tormento del vino artificial-como dice un amigo en común que tenemos cuando de oscuridad y ruidos violentos se trata-, para equilibrar esta nocturnidad que te corta, que te lastima.

Hablaba de tajos y no de tatuajes Perlongher cuando pensaba en Osvaldo Lamborghini, en Boedo, y en tantos otros parias rioplatenses. No puedo pensar la escritura de Cisnero como la templanza, es una guerra anunciada, una polea de desencuentros que lastiman, una máquina de producir noches: tu día durará lo que tu noche te permita. Lastimar, puede lastimarte, esta desgracia de no vivir en Berlín no ayuda, ¡vaya que no! Pero qué bueno que lastime, qué hegelianao (bello, bueno y cierto) que es leer a Cisnero lastimándonos, pinchándonos bajo, muy abajo y no dándonos cuartel. Volver a esos tajos, eso es lo que necesitamos, eso es lo que Cisnero nos propone.

 

Forma parte de mi guerra (2019) 

Autor:  Alberto Cisnero 

Editorial: Barnacle

Género: poesía

Emiliano Scaricaciottoli (Quilmes, Provincia de Buenos Aires, 1983). 

Es docente en Teoría Literaria III de la carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, y de Lengua y Literatura en diversos colegios de enseñanza media. Realiza actividades de investigación en el Departamento de Literatura del Centro Cultural de la Cooperación Floreal GoriniEntre 2007 y 2009 fue director de la revista El Zordo (Buenos Aires-Rosario). Ha publicado capítulos en libros como Boedo. Políticas del realismo (compilado por Miguel Vitagliano) y en coautoría con Oscar Blanco Las letras de rock en la Argentina: de la caída de la dictadura a la crisis de la democracia (1983-2001) y compiló Parricidas: mapa rabioso del metal argentino contemporáneo. Desde 2012 escribe en el suplemento «Cultura» del portal de noticias MarchaActualmente coordina el Grupo de Investigación Interdisciplinaria sobre el Heavy Metal Argentino (GIIHMA).

Alberto Cisnero (Argentina, La Matanza, 1975)

Publicó: El límite de la materia (Ediciones Ruinas Circulares, 2012 y Barnacle, 2015),Tagsales (Encausto,2013) , Adiós y hasta pronto ( Dio Fetente, 2013), El movimiento obrero granizado (Barnacle, 2014-2019),Robé un auto para trasladarme a las soledades vivientes (Barnacle, 2015), Drugstore (Barnacle, 2015), Ajab (2016) y Oquei, gracias (Barnacle, 2017), Las casas (Barnacle, 2018) y Forma parte de mi guerra (Barnacle, 2019).

Complemento circunstancial musical:

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