Auténticos internacionalistas de la fe, socialistas apátridas contumaces, creían, creían como solo un loco o un trotskista puede creer…
Salvador Benesdra
(…) manoteando
las bridas de la histeria
en esta historia coloquial, un fumo.
Néstor Perlongher
Por Mario Castells
1.
Como ustedes saben, el 21 de agosto se cumple un año más, el aniversario número 79, de un suceso a-histórico que sacudió al mundo en 1940: el asesinato de León Trotsky por un agente de la GPU, el catalán Ramón Mercader. Un año antes del asesinato de Trotsky, el 25 de agosto de 1939, el embajador francés en Berlín, Robert Coulondre, intentaba disuadir a Hitler de que no invadiera Polonia. La guerra, como lo fue la de 1914, podía ser el preámbulo de la revolución y ello encogía algunos espíritus. La forma de expresarlo del embajador francés ante Hitler fue: «Temo que al término de una guerra no haya más que un vencedor: el señor Trotski”. Se han escrito tantísimos libros, bibliotecas enteras, sobre el exilio y la muerte de Trotsky. Para nombrar dos obras literarias muy significativas tenemos Trotsky en el exilio de Peter Weisz o la más reciente novela El hombre que amaba los perros de Ignacio Padura. Así mismo se han realizado tantísimas producciones audiovisuales. La más nueva es la bazofia putinista que se puede ver en la plataforma de Netflix. La casa donde aconteció el asesinato de Lev Davidovich se ha transformado en una de las principales atracciones turísticas del Distrito Federal mexicano. Y la fascinación por el personaje histórico sigue siendo muy fuerte a pesar de las calumnias de las dos poderosísimas escuelas de falsificación de la historia: la estalinista y la imperialista. Sin embargo, cuando uno está dispuesto a afirmar que nada de lo escrito sobre el viejo León puede aportarle algún tipo de sorpresa surge esta novela.
2.
Me acuerdo de una anécdota muy interesante que me contó ya hace un tiempo mi amiga Isadora. Me decía que cuando captaban a alguien (ella militaba en el PTS) se tomaban un tiempo prudencial para ver si no se trataba de un loco. Era una precaución entendible, desde ya. Militar en el trotskismo implica un desapego a «los beneficios» del sistema que no cualquiera está dispuesto a realizar. Hay fuerzas centrípetas que hacen que todo eso estipulado como vida social (amigos, pareja, familia, inclusive el trabajo allí donde hay muchos militantes profesionales) estén indisolublemente religados al partido que, cuando no se abre a la sociedad, cristaliza en una secta endogámica. Y eso si hablamos de coyunturas de militancia plácida ni hablemos de la militancia en el fragor de las luchas fraccionales. Todos sabemos que en esas coyunturas se pierden parejas, se dejan de lado amigos y que la angustia golpea fuerte. Ser un “fundido” que se sigue reivindicando y actuando en su vida y en la lucha de clases como trotskista es lo que nos permite la jactancia, al escritor y a este servidor, lector comedido, de ser la primera minoría dentro de la diáspora trotskista. El número siempre da autoridad. Y esta novela de la que vamos a destacar algunos mojones es la novela de un trotskista sin partido. Empezamos por allí.
En el viejo MST, donde yo milité, tuve la posibilidad de comprobar que el partido era como un radiador para los loquitos. Recuerdo a un pibe de Junín que estudiaba Medicina que vendía periódicos bajo la lluvia torrencial y le decía a la gente, enfurecido, que nosotros no éramos comunistas. Le pusimos «El hombre bobo» en homenaje al personaje de Todos X 2 pesos. Recuerdo también a otro que quería reglar las marchas y movilizaciones a sus propios horarios, cuando no tenía que cursar derecho ni practicar rugby. Recuerdo a uno, un desocupado muy combativo, que era un comunista nazi. Decía que admiraba a Adolf Hitler y Fidel Castro. Año 2002. Teníamos en nuestras filas también a Pablito del Valle, un pibito muy atrevido que hablaba en todas partes, un agitador nato, que imitaba a Sandro (al que años después vimos en Crónica frente a la casa del Gitano cantando Trigal) para alegrar a las viejas del movimiento de desocupados. Y, para no ir tan lejos, uno de mis mejores amigos por mucho tiempo, un dirigente regional también, era el loco Mozzi, un tipo muy gracioso e inteligente.
El Loco era hijo del dueño de una panadería en Pérez, ciudad vecina a Rosario, y solía trabajar de madrugada en ella. Luego, a la tarde y hasta la noche, cursaba antropología. Muchas veces aparecía a mediodía por el local sin dormir, en una especie de duermevela que lo desquiciaba más. Fanático del metal solía cantar las canciones electorales universitarias imitando la voz de Iorio, de O’Connor. Y solía reír muy desquiciadamente pergeñando bromas. Un rasgo distintivo de su sociabilidad era que tenía gran predicamento entre los enfermos psiquiátricos de su zona y solía juntarlos en su panadería cuando él estaba en la cuadra. Les regalaba bizcochos, interactuaba y salía con ellos. Había uno que era muy asiduo a todas las actividades en las que él participaba, sobre todo en las del partido. Le decían el Langa y en verdad nadie se podía dar fácilmente cuenta que padecía una enfermedad mental. Era un pibe fachero y jovial. Su delirio era que se creía un conocidísimo actor de cine. Recuerdo una vez, de regreso de una fiesta de la facultad, todos estábamos ebrios, drogados, y el Langa era el único que estaba sobrio. Subimos a un taxi con dirección a Pérez y él se puso a dialogar con el taxista. Nosotros nos íbamos riendo de los bolazos que seriamente le contaba al chofer: su historia de amor con Nancy Dupláa y sus broncas con una productora española que lo había estafado. El taxista, con el transcurrir del conteo del kilometraje, iba reconociendo que detrás de esa fachada de seriedad habitaba un tremendo mitómano y en mitad del recorrido ya no podía dejar de soltar las carcajadas a la par de las nuestras. Y hasta no nos quiso cobrar cuando nos dejó en Pérez frente a la plaza.
La cuestión (no es lo mismo, pero es igual, decía un trovero) es que coexisten diversos piruchos en el marxismo revolucionario. Un problema menor pero no inexistente es el de los compañeros que agarraron el virus del marxismo y lo incubaron en el delirio. El síndrome del Astrólogo repercute de lleno en nuestras corrientes. Puede generar perspectivas nuevas (pongamos que) en el abordaje de la literatura y algunas otras áreas de las ciencias sociales en un primer momento. Pero los Astrólogos suelen ser muy pagados de sí mismos (como se decía antes) y creerse genios incomprendidos, boicoteados por los burócratas envidiosos encargados de la higiene partidaria. Creo, y esto es a título completamente personal, que el trotskismo argentino tiene en su ADN el síndrome del Astrólogo. Le viene tanto por Raurich como por Liborio Justo.
3.
Todos nosotros de Kike Ferrari abreva en ese complejo mundo de jóvenes un poco desclasados, sumidos en el reviente de los años 80. El cronotopo de la novela se sintetiza en un itinerario que va de los locales partidarios del Movimiento al Socialismo de Capital al Parakultural. Y engancha su tándem también con el mundo lime de un loquito particular. Kike construye la trama a partir de un grupo de amigos de la Juventud, cruzado por los debates de la coyuntura, los prestigismos propios de la “cultura troska” de la era democrático-burguesa, 1982 empieza la revolución, el organigrama de actividades típico de Problemas de Organización y las desviaciones generacionales. El consumo de drogas, la apertura democrática y “el destape”.
En el trajín de ese ripio surge la idea turuleca del Gordo Felipe, un pibe con trastornos psíquicos debido al consumo de todo tipo de pastas, aunque fundamentalmente anfetaminas y ansiolíticos, de construir una máquina del tiempo y viajar a 1940 para matar a Ramón Mercader. Deteriorado por el consumo, fracturado subjetivamente por la esquizofrenia, después de 20 años de refugiarse en ese delirio, Felipe compromete a Mario Barrett, quizás el último amigo del partido que lo sigue visitando, para que sea el brazo ejecutor del plan. La logística de la operación no se resume a la creación de la Máquina, sino que también implica vestuario de época, documentos falsos, una pistola española calibre 7.65 (me resulta entrañable porque yo tuve varios años una pistola de ese calibre y como era costoso conseguir las balas cambié por una Bersa 22) y un análisis minucioso de la historia.
Por supuesto, la forma que encuentra Mario de llevar adelante ese plan es fabulando la realización de una película documental en memoria del finado amigo: el Proyecto Coyoacán. Pero ese tránsito melancólico requiere, en las postrimerías de la realización de la película, llegando a nuestros aciagos días, la recuperación de la fe. E instrumentalizar esa fe solo se puede hacer a través del delirio. Mario, como el Milésimo Hombre, debe asumir ese delirio hasta sus últimas consecuencias. Conjugando personajes de otras ficciones emparentadas, religadas a su mundo afectivo, Kike combina y homenajea al trotskismo, el heavy metal y el punk, el policial, a su gran amigo Paco Ignacio Taibo y a la magia formal y metadiscursiva del cine.
Novela coral escrita a partir de múltiples voces, cercana en varios aspectos a textos como El corto verano de la anarquía o Los detectives salvajes. El delirio no es mero toque folk. Intercalando a la trama general segmentos donde hablan diversas personas y objetos, la forma no es sino el fondo que remonta a superficie. Los dialectos e idiolectos son muchos más que el rioplatense, el mexicano. Emergen rudimentos del ruso, el catalá, el inglés, el francés y hasta el idioma de la Máquina.
Sin embargo, esa multiplicidad de voces está religada en torno a un único colectivo, bastante menor a pesar de lo que sugiere el nombre. En guaraní, Ñande (ñandé), primera persona plural incluyente o inclusiva, equivale al «nosotros» del español: incluye a todo el colectivo plural de 1a persona. Ore (oré), primera persona plural excluyente o exclusiva, es un pronombre que no existe en español: incluye solo y privativamente a un grupo exclusivo del cual forma parte el hablante. Se utiliza para determinar la pertenencia a un grupo o colectivo exclusivo o privativo, excluyendo a los demás. Por ejemplo, Ore, Mba’apohára, «nosotros, los trabajadores» (solo y únicamente los trabajadores). Ore Chokokue, «nosotros los campesinos» (sólo y únicamente los campesinos, con exclusión de cualquiera que no sea campesino). Todos nosotros somos nosotros. Oréntema.
“La tradición oral no retrocede ante la leyenda, la trivialidad o el error”, escribió Hans Magnus, con tal de que estos vayan unidos a una representación concreta que a veces resulta “un rompecabezas, cuyas piezas no encajan con exactitud” (El corto verano de la anarquía). “Es allí, en las grietas del cuadro, donde hay que detenerse. Quizás allí reside la verdad” pues el verdadero ser de la historia se proyecta como ficción colectiva. Kike escribió un libro que antes fue leído y después escrito. Podemos decir entonces que, antes que el autor de Todos nosotros, como Roa en Yo el Supremo, Kike Ferrari es su compilador. Y en el hueco del desaparecido Autor, comparecen múltiples y diversos «coautores» que lo cuestionan y complementan con sus réplicas. Un libro lúcido, y a pesar del ansiado “¡Mercader y la concha de tu madre!”, devastadoramente triste, melancólico. Otra manifestación, flash-contrarrelámpago, de nuestra derrota.
Todos nosotros (2019)
Autor: Kike Ferrari
Editorial: Alfaguara
Género: novela
Complemento circunstancial musical: