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Reseña #147- La literatura que perdió la inocencia

 

Nadie es inocente

 

 

Por Juan Mattio

Si la literatura fuera una cuestión de temas los cuentos de Kike Ferrari deberían pensarse en la tradición de La semana trágica de Viñas o en el imaginario del grupo Boedo. Porque Nadie es inocente parece responder a una pregunta que formuló alguna vez el mismo Viñas: ¿Quién, en este país, va a escribir una novela sobre una huelga?. Muy bien. En los veinte cuentos del libro hay trabajadores, sindicalistas, combatientes revolucionarios, intelectuales de izquierda, rebeldes de toda especie. Hay, entonces, un mundo social representado. Con sus tensiones, con sus conflictos, con sus tragedias. Pero el problema es que la literatura no es una cuestión de temas y Ferrari lo sabe.

La propuesta del autor parece servirse del realismo para poner de manifiesto los problemas de esa estética. Si leyéramos estos cuentos en los términos de la clásica tesis de Lúkacs, pensando que el realismo lleva a la integración y que la vanguardia conduce a la fragmentación, se nos haría evidente que el autor no está produciendo copias de lo real sino, más bien, denunciando el procedimiento de la copia. Porque en cada página, en cada final, en cada nuevo inicio, el libro nos promete la representación de un conflicto y siempre -o casi siempre- lo que sucede es el conflicto de la representación.

Los cuentos de Ferrari, entonces, no intentan «copiar toda la sociedad, abarcándola en la inmensidad de sus agitaciones», como quería el bueno de Balzac. Su problema es otro. Y podría resumirse en esa siniestra letanía que creó Chuck Palahniuk en El club de la pelea: «Todo parece la copia de una copia de otra copia».

Esta dirección que elegimos para leer Nadie es inocente se ve mejor en siete de sus cuentos: “Ese nombre”, “El cazador de ratas”, “El asesinado”, “Considéreme un sueño”, “Blanco Artificial”, “El síndrome Marlowe” y “Una guinea y tres chelines”. Porque estos relatos suponen un otro texto que nunca -o casi nunca- está explícito. La referencia literaria está elipsada y, sin embargo, está ahí. ¿Para qué? Es el fantasma de la literatura que recorre el realismo. Y lo impregna. La presencia de Hemingway, Kafka, Piglia, Andrés Rivera o Conan Doyle, construyen un segundo nivel de lectura que permite al realismo fugar hacia el mundo imaginario de la literatura. Como en el Quijote, los personajes viven entre dos lógicas: imaginan la realidad y realizan la imaginación. Un viejo escritor de Córdoba, que hace pensar en el autor de El Farmer, resiste un robo imitando al detective Philip Marlowe. Un personaje busca al autor que lo creó para asesinarlo y, antes de disparar, cita a Kafka. Un detective inglés, que hace pensar en Sherlock Holmes, ayuda a dos inmigrantes rusos a escapar de Europa rumbo a la revolución y es inevitable superponerlos a las figuras de Lenin y Trotsky. Un flautista que bien podría venir de un pueblo llamado Hamelin es reescrito desde la perspectiva de los niños que fueron robados y esperan la hora de su venganza. Dos ajedrecistas, uno que podría ser un Guevara que hubiera sobrevivido a su propia muerte y otro que podría ser un Walsh que todavía no ha sido asesinado, discuten las posibilidades ante la derrota. ¿Dónde empieza el mundo real? ¿Dónde termina?

Los procedimientos para lograr interrumpir el régimen del realismo son múltiples: citas, plagios, intertextos. Pero hay uno que por su insistencia merece nuestra atención. Cada cuento del libro inicia con un epígrafe. Y todas las citas están en el idioma original, de modo que el lector que no conozca el inglés, el portugués y el toscano de Dante, perderá de vista uno de los engranajes del artefacto-cuento al que se enfrenta. Estas presencias equivalen a la de un texto cifrado. De esta manera Ferrari logra convertir esas intervenciones en una forma vacía, ausente. Y, en principio, parece que ese es su objetivo principal: iniciar cada relato con una pérdida. Lo único que conserva su legibilidad es el nombre del autor. Existe, entonces, la posibilidad de leer este recurso como una exigencia del autor por conectar los textos con otros que pertenecen, en la mayoría de los casos, a una tradición ya consolidada. Incluirse, por esta vía, en las redes de prestigio que los cánones de la literatura ofrece.

Pero creo que también es posible comprender este mecanismo de otra manera. Fredric Jameson, en su ensayo monumental sobre Brecht, conecta el uso de los carteles en las obras brechtianas con su intención de denunciar la historicidad de la puesta en escena: «la totalidad del mensaje y del contenido político del efecto V; es decir, revelar que lo que siempre se consideró eterno o natural es meramente histórico, una especie de institución que cobró existencia gracias a las acciones históricas y colectivas de la gente y sus sociedades, y que por lo tanto ahora queda revelado como modificable». Siguiendo esta línea de análisis, los epígrafes de Ferrari funcionarían como una advertencia sobre el carácter social y, por lo tanto, variable del objeto que vamos a enfrentar. Una referencia, a veces inaccesible para el lector, que se hace presente no sólo para decir algo sobre ese texto que vamos a leer -para realizar un análisis simultaneo a la lectura- sino también para decir que ese texto es un artefacto histórico.

Quien lea estos veinte cuentos encontrará, entonces, el imaginario del grupo Boedo, los esquemas narrativos del género negro y el despliegue de ademanes del realismo. Pero, sobre todo, una crítica a las posibilidades de representación que suponen esas estéticas. Habrá que leer el libro con especial atención a las interrupciones en el sistema-libro. Porque vivimos en una época donde no queda refugio para la inocencia. Ni siquiera en la literatura.

Nadie es inocente (2015)

Autor: Kike Ferrari

Editorial: Revólver

Género: Cuentos

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