Por Emma Vilche y Miguel Vilche
(el dibujo lo hizo Emma, su papá no sabe dibujar)
Emma me mira entre las dos hileras de pelos que siempre lleva sueltos y desgarbados; lo hace con una mezcla de desconfianza e interés ya que suele ejercer su dictadura furiosa en la elección de los cuentos que compartimos, y cuando traigo algo de tierras lejanas y desconocidas, se pone exigente. Pero al final confía en mi instinto paternal, sabe que a la larga se va a sumergir en la prosa de la literatura misteriosa y fantástica que acostumbro. El Salvaje Oeste no está de moda entre los chicos, pero si una historia está bien contada, si los personajes son interesantes, identificables, se vuelven tan magnéticos como cualquiera. Y este es el caso.
“¿Papá, que es el Salvaje Oeste?”
La pregunta me atiza en la nuca. “Eeehhh… ¡Los vaqueros hija! Como aquél capítulo de Tom y Jerry que son pistoleros ¿Te acordás?”. Su sonrisa es indicial y me permite seguir con el relato, hasta que ve algo en la tapa del libro: “Sub20”, y brama: “¡Papá! ¡Yo tengo 6 años!” con la naricita arrugada que siempre me complica la empresa de respetarle el enojo porque me hace reír de ternura. Le explico que son libros de 2 a 20 años, que encima ella es muy grande y madura y seguro lo va a entender. Sonríe, otra vez, y eso que no se lo dije por compromiso o mera funcionalidad, Emma es amante de las letras de muy chica, lee todo lo que encuentra, desde carteles de supermercado hasta revistas de ofertas; me pide los apuntes de la facultad que no tienen ni una sola ilustración y trata de leerlos. No entiendo qué le llama la atención pero mi teoría es que ya gusta de la estética de las palabras, la prosa, la forma de las letras ¡Si hasta hace anagramas! “Papá, ahí en el cartel de Coca dice <sabor>… al revés es <robar>” y ríe a carcajadas, siempre ríe.
Pero ¡Perdón! ¡Me desvié de la reseña! Es que me subo a la dispersión tan divertida que imponen los hijos pequeños. Aunque este cuento merece atención sobre todo por ese matiz tan divertido de los habitantes del pueblo de Cuervo Blanco, escenario de la trama central, donde todos tropiezan cuando caminan, hombres, mujeres, niños y hasta animales; su prosa desarrollada en tono coloquial e incluso, lunfarda, es un condimento extra y ameniza el viaje. Emma ríe otra vez cuando personifico la escena de uno de los tropiezos; es que tengo la costumbre de dramatizar algunas secuencias, actuarlas, sobre todo si permiten un slaptick. Ella simula ser el perro, se pone en cuatro patas y ladra.
“Ya sé sobre qué voy a dibujar pá, sobre el perrito que no tropieza y el villano ¿Cómo se llama?”. Me cuesta contestarle sin sonreír por la ocurrencia del autor: “Emerson Lake”. Y así seguimos internados en la historia, seguimos oliendo el polvo del desértico Salvaje Oeste, escuchando crujir las maderas de los salones, el chirriar de las puertas rebatibles, el cabalgar de los caballos tropezones y el humo de la pólvora de las pistolas.
El suspenso, la magia, las situaciones ridículas y las moralejas solapadas, todo se disfruta mientras pasan las hojas; hasta las ilustraciones en blanco y negro. Muchas veces la simpleza es una cualidad, y este es el caso. Un perro, un niño, un villano, un hombre con una puerta incrustada que debe abrirla para hablar, un sheriff, un veterinario, todos fluyen con normalidad. Y los tropiezos atravesando el relato que nos deja el mensaje cálido, ese tan necesario en las historia para niños.
¿Qué pasó con Emma? ¡Escuchó el final y se fue corriendo a su habitación! Me pregunto si no lo habrá gustado el cuento; me acerco a hurtadillas para comprobar el motivo de su huída repentina justo al relatar la última línea. Y la encuentro, arrodillada, con muñecos en las manos, con el falsete habitual que usa en diferentes tonos para hacerlos hablar.
Está jugando, uno es un niño, otro un perro, y el resto, vaqueros. Esa es su reseña, su sentencia.
La magia de la literatura, intacta.
Un duelo a cara de perro (2015)
Autor: Fernando Figueras
Ilustraciones: Rodrigo Folgueira
Editorial: Del Naranjo. Colección Sub 20