Por Pamela S. Terlizzi Prina
Decía Goethe que pensar es más interesante que saber, pero menos interesante que mirar, y Candelaria Frías lo sabe y tiene la fórmula para decir ese placer con palabras. Pero no sólo nos cuenta del fisgón, Frías redobla la apuesta y nos cuenta que no hay espía sin espiado y que en el momento que el espiado se regodea en mostrarnos su intimidad, logra espiar dos veces.
Con verbos filosos, con polémica, con palabras meticulosamente elegidas para decir más de lo que dicen, El Club de los Voyeurs nos invita a acercar el ojo a la mirilla y a desvestirnos frente a una cámara. Porque nadie existe si no es visto, si no se desnuda con una honestidad dudosa, de cotillón o de gala, mostrando una verdad elegida, soberanamente elegida por sobre cualquier verdad meticulosamente articulada.
Frías logra poemas modernos, capciosos, erotizantes, ventrales. Pican en la lengua y en los ojos. Consigue que todos anhelemos ser amantes de Perra Delirio, de Belle de Jour, de Retrovil y Madame Rivau, sus personajes convulsos, filmados, fotografiados, paridos a un mundo donde todo se muestra y se pinta con rouge.
Frías le abre la boca a la literatura y las piernas a la cámara; el obsequio es que todos podemos estar detrás del obturador, contagiándonos con esa voluntad espuria de mirar y ser mirados, invitándonos a una orgía de labios pintados, embarazos oníricos, besos en París y sangre. El aburrimiento se cura con curiosidad, la curiosidad no se cura con nada, decía Dorothy Parker, y El Club de los Voyeurs no tiene cura.
El club de los voyeurs (2013)
Autora: Candelaria Frías
Editorial Textos Intrusos