
Por Pía Bouzas
El nuevo libro de cuentos de Sandra Gasparini es un libro potente, que se clava en la memoria. Lleva un título, Las Flores, falsamente transparente, falsamente inocente; si están evocando alguna imagen serena, una postal de campo bucólica y hippie, olvídenlo. Si conocen a Sandra, esto no los tomará por sorpresa; ya habrán estado advertidos de antemano. En este inquietante libro de cuentos campean la violencia, el desamor, el rock y la ironía como en un campo de batalla mientras una walkiria va distinguiendo los muertos nuestros de los ajenos. Y es que estamos en un país, como acota en uno de los relatos, “donde matan a una mujer cada veintiséis horas.”
¿De dónde surge este mundo policromo? Alguna vez le pregunté a un escritor, también profesor universitario de literatura, si a la hora de escribir distinguía una faceta de la otra, una mirada, una forma de leer. Me respondió con bastante sensatez que le resultaba imposible la disociación, que escribía con todo lo que era. Desde que entré a los cuentos de Las flores pienso mucho en esa respuesta: Sandra escribe con todo lo que es, es decir, con todo lo que hace. Porque Sandra es especialista en literatura argentina, amante de lo gótico, la brujería y las ciencias experimentales del siglo XIX, amante de la literatura de enigma, del policial y del noir, del gore. Pero además Sandra es una rocker, bajista de bandas de rock en los años 80 y 90. Y como tal, en su escritura hay permanentes referencias que abren la fuga hacia el otro universo creativo que la convoca: la música. De hecho Sandra armó una playlist en Spotify para escuchar con el libro (que recomiendo enfáticamente). Hecho este “aparte musical”, no voy a dejar de mencionar a Sandra, la de larga cabellera roja. Y a Sandra, una muchacha feminista. De todas estas pasiones resulta un cruce atractivo y violento: tiempos y modos de saber, de narrar y de concebir una historia que se interpelan y conforman un magma que no obedece a las reglas de la sucesión cronológica, sino que coexisten, giran entre sí como en el interior de una sala, se duplican, dialogan, discuten, abren una puesta en abismo. El libro se nos presenta como un instante feliz en una red infinita de lecturas y escrituras, si prestamos atención a los epígrafes variados y numerosos con los que abre y cierra el libro. Y esa es la primera postulación con la que nos encontramos.
Creo que los tres primeros cuentos del libro, “Giallo”, “Un amanecer” y “Las Flores” demarcan las fronteras de esta serie de relatos: En “Giallo” se rinde homenaje al cine clase B de los años 60 y 70: una profesora de literatura se descubre asesina al leer los crímenes en un periódico; vive en Barrio Word, aunque a veces le dicen Barrio Weird. En “Un amanecer”, la experiencia agonizante del rock y de un rockero flirtean con pactos nunca confesados con los poderes oscuros; y en “Las flores”, podría decir que Sandra modela y da forma a una detective que deja los “marcos estables de la investigación universitaria” y se lanza a un pueblo siguiendo cierta curiosidad aparentemente inútil, que abrirá a su vez nuevos enigmas.
Me gusta el movimiento fuerte que hace el libro en estos tres cuentos. Delimita una zona, una manera de leer y un tono. Exige lectores activos y cómplices en el reconocimiento de los géneros, en el tono de leve ironía o desencanto, en la curiosidad. Cada texto promueve, guía, pide nuevas lecturas: a partir de las citas, los epígrafes, las canciones y las películas navegamos en una red abierta. Así, en “Las Flores”, remite primero a una canción de ABBA, Eagle, y luego a otra, The day before you came. La narradora dice: “Muchas veces me ocurre que en situaciones de peligro me invaden pensamientos humorísticos o canciones que no tienen nada que ver. Pero esta vez algo me decía que ese título era buena banda de sonido para esa película.” Y al escucharla, uno dice, por supuesto, lo era. Todos los que escribimos sabemos lo difícil que es incluir la música que nos suena en la cabeza en un texto o en un personaje, nos preguntamos cómo habrá de ser leído, cómo cortar el verso, si al lector le sonará la melodía en la cabeza, si alcanza con una referencia o no. En fin, todo eso que es tan difícil de hacer, y que en general no cuaja bien, en Las flores fluye con una naturalidad asombrosa.
Pero esto es apenas una faceta de su escritura. A la literatura de Sandra le interesa el enigma y lo propone permanentemente. Aunque hay que señalar que no le interesan las esfinges: esos seres totalmente mudos. No. Le interesa lo que se muestra y lo que se oculta, lo que se dice a medias, la realidad que asombra pero que da pistas, las realidades posibles, levemente o totalmente alteradas. Le interesa la acción de investigar, es decir, de leer, de interpretar. Y este impulso se traslada, como en toda buena literatura, al lector. Movida por este deseo, escuché atentamente la playlist que Sandra compartió en un posteo de Facebook.
Y después de recorrer las canciones que propone, que van de Pajarito Zaguri a Hendrix, Kurt Cobain, y muchos otros, y volver después a los cuentos se me hizo claro que este libro es en sí mismo un “téster de violencia”. Y la cita podría abundar (a riesgo de que un personaje salte y me diga como al rócker cansado de “Un amanecer”: “¿Qué tenés hoy con Luis Alberto?, dejalo tranquilo”); es más, podría decir que gran parte del motor de este libro está cerca del verso de la canción de Spinetta: “…cultura y poder son esta porno bajón”. Las flores es un téster de violencia: ¿cuánta violencia soportamos en la sociedad? ¿y dónde se radica esa violencia? ¿y cuáles son los cuerpos violentados? ¿y qué palabras demarcan la violencia (como bien explora en el relato “Cuerdas” cuando el secuestrador le dice a su víctima: “Hola, putita, ¿cómo estás?”)? A lo largo de los cuentos se narra la violencia en las relaciones amorosas, en las relaciones sociales, en las redes sociales, en las relaciones laborales; entre desconocidos y conocidos, en la micro historia y en la historia política grande. Lo llamativo de este planteo es que la escritura se vuelve transparente al narrar la violencia: es seca, directa, material, no escatima ni teme detalles. Va este ejemplo de “Cuerdas”: “Ella estudia Turismo en Morón porque le queda cerca y además la carrera está en pocas universidades. Se repite esta frase como un mantra para impedir que el olor acre a orín y mierda le termine de llegar a la corteza cerebral. La cuerda le está lacerando las muñecas. Mientras piensa esto recuerda con odio creciente la frase del gordo asqueroso: quieta, muñeca, quieta.”
Es transparente al narrar la acción violenta y opaca al rondar los móviles. “A las personas no las entiendo” declara la narradora del cuento “Las flores”. Los móviles, la causa última o final, (a no ser que remitan a la violencia de quien se defiende o toma venganza, en cuyo caso no es un móvil sino más bien una reacción, una forma de salida extrema del infierno) no se aclara, es un enigma; flota, como el mal, como un magma pegajoso (ese que tan bien describe en el cuento “Los pelos del gato del tipo”).
Las historias de este libro están ancladas en un tiempo y un espacio, en un cruce de conflictos feroces: los relatos se mueven por una geografía del conurbano bonaerense: El Palomar, Morón, La Matanza, Ituzaingó, o de algún pueblo de provincia, como Las flores; a veces llegan a Buenos Aires y algunos barrios emblemáticos, como Palermo. Lo interesante es que los lugares establecen formas de relación y jerarquías de clases sociales.
En estos relatos nada es ajeno: en el cuento “Las flores”, hay una furgoneta que condensa el pasado y el presente del pueblo, de la Argentina, de la narradora. Dice en el texto: “Era un camioncito de churros abandonado en la estación de Las Flores, o en la ruta 30, porque se trataba de un parador. Desde la ventana del micro me pareció entre tierno y siniestro. Tal vez escriba algo, me dije”. Un camioncito que pareciera disparar líneas de enigmas, apariciones y desapariciones que entroncan el presente con el pasado. Allí aparece Verónica, una mujer que porta en su cuerpo la usurpación de los años 70 y se convierte en uno de los fantasmas de hoy. La narradora es advertida, le dicen: “Mire, acá la gente está un día y al otro no se la ve más”. Mujeres que desaparecen. ¿Huyen o desaparecen? ¿Desaparecen o son desaparecidas, secuestradas? ¿Y por quién? ¿Hay conexiones entre esos años de la dictadura y la trata de mujeres para la esclavitud sexual? ¿Hay revancha, hay justicia poética? Sí. En el mundo de Las Flores, sí, hay justicia poética. Pero no por declaración, sino por postulación de mundo. Al leer vamos haciendo estas conexiones. En estos relatos hay mujeres asesinas y mujeres que son muertas, mujeres que investigan, callan, mienten, ocultan y saben; mujeres que deciden su destino y mujeres que no, mujeres que hacen volar todo por los aires o mujeres que dinamitan su propio cuerpo, mujeres que deciden permanecer tras bambalinas, mujeres que estuvieron en pleno escenario, mujeres que se pierden en ensoñaciones escandinavas o en pueblos mapuche, que son llamadas brujas o locas, aunque estén (para sorpresa de algunos maridos) demasiado tranquilas, demasiado lúcidas.
Sandra bebe, como las brujas de cabellera roja, de las tradiciones más diversas, y todo se cocina a fuego lento en su rescoldo: tiene un oído muy fino para el decir oral y un tono justo entre lo tierno y lo siniestro. Escribe decidida, pero como quien no quiere la cosa. Nada puede salir mal de esta juntura: yo saludo con alegría la llegada de Las Flores, y espero más historias de su narradora (académica falsamente desencantada, siempre curiosa) que tiene toda la pinta de haber llegado para quedarse.
Las flores (2020)
Autora: Sandra Gastaron
Editorial: Página Blanca
Género: cuentos
Complemento circunstancial sonoro: