Por Ruben Risso
Cada vez que me siento a escribir una reseña (han sido contadas con los dedos de una mano, no me golpeen) lo hago luego de divagar un poco sobre qué significa el hecho mismo de hablar sobre equis libro. Para reseñar solemos hablar de editoriales, autores, estilos, géneros, dialéctica, política, gramática, escuela; hasta de moral, religión, historia, etc. Solo inserte en este etcétera la temática que usted prefiera.
Pero me percaté, mejor tarde que nunca, que jamás tuve en cuenta el estado de ánimo del reseñador frente al libro.
Hoy me senté a escribir estas palabras porque Nuestra herejía no era ciega es un librito que me pilló —no hay mejor significante para describir el acto— desprevenido y mal parado. Me encontré, de repente, con una angustia que me galopaba en el pecho, como si la tinta misma en la que hubieran sido impresas las palabras de Giorgio tuviese una suerte de veneno plausible de atravesar la piel de los dedos y llegar, como por colectora, al torrente sanguíneo.
Perdonen el lenguaje coloquial que me empecino en usar; Nuestra herejía es hereje hasta en ese punto porque, aunque coquetee con el armado silvestre de versos acolchados, no se detiene en rimas ciegas e idiotas que entorpecerían la lectura. Giorgio hace de la lengua cotidiana —muchas veces dista años luz de la escrita— su carretera para llegar directo al quiste.
Quizás eso fue lo que me pasó. Lo último que quiero es quitarle protagonismo al libro agasajado, pero no puedo dejar de mencionar que en mi cabeza no había lugar para más fantasmas cuando me subí al colectivo de larga distancia y me dispuse a leerlo. Lo que les mencionaba más arriba. Pensaba dejar las ideas a un lado por un rato y confié en que Adrián me iba a ayudar a reírme un poco de la vida misma, a olvidar la cándida sombra de la soledad que muchas veces traiciona, discreta e insidiosa.
Me encontré con una frase de Séneca: “Soledad no es estar solo. Es estar vacío”. En este momento es en el que subo la mirada, alojo el libro en la falda y puteo. Literal. Pasó. La chica que iba sentada a mi lado me miró, ahogó una risita y fingió discreción luego.
La primera novela de Giorgio es el testimonio mudo de un personaje que consume la droga más seductora y peligrosa de todas: La soledad. Quien le encuentra el gustito a estar consigo mismo no hace menos que amigarse con sus demonios más oscuros. Digo que es una droga porque he sentido, en carne propia, la abstinencia de perderla y el ansia de recuperarla. He sentido el aire espesarse a mi alrededor y querer escapar al silencio. Eso es la soledad, porque aunque pongamos la música fuerte y nos aturdamos un poco los sentidos con alcohol y tabaco, por dentro nuestras mareas están calmas.
¿Qué es lo que pasa? Podrían preguntarse, porque hasta ahora no les di mucha información sobre los aspectos narrativos y argumentales. Voy a limitarme a decir: La vida misma, eso es lo que pasa. El dolor mudo de abandonar el nido, de desamorar amores, de ofrecerse como carne de cañón a los compromisos, de pecar, de dejar. De elegir.
El aprendizaje más hereje está ahí para quien se sumerja en Nuestra herejía no era ciega. En ese episodio, quizá el opus magnum del drama; en ese pequeño lapso de nuestra ontogenia, aquel en el que tenemos que elegir, es cuando más solos estamos.
Nuestra herejía no era ciega (2016)
Autor: Adrián Giorgio
Editorial: Modesto Rimba
Género: novela
[…] del libro Nuestra herejía no era ciega (2016) de Adrián Giorgio publicada en el sitio web solotempestad.com por Rubén […]