Por Julieta Paoloni
El portal de entrada a Lepidolita es una ventana. Uno creería que, dependiendo de la ventana, no entra un cuerpo entero por allí. Pero esta es una ventana enorme, una ventana luminosa y transparente que nos deja mirar nítidamente al interior y, a veces, sentir que se contorsiona el propio cuerpo para traspasarla y asistir como un testigo silencioso.
Los poemas de Lepidolita tienen el poder de la erosión del agua y del viento, tienen la consistencia de las piedras. Es una tarea titánica salir de los poemas de Cinthia Hamlin del exacto modo en el que entramos a ellos. Hay algo en el medio que transforma la sustancia, remueve nuestro líquido interior y nos devuelve distintos, vitales. Recupero esta palabra y digo: Vital, vital, vital, al ritmo de un corazón infante y adulto. Los dos intercalados, uno primero que el otro y viceversa. Ir y venir en el tiempo junto con la sustancia, que en el libro se mueve de una historia hacia otra y nos traslada inexorables. Estamos en frente del mar de noche, estamos en frente de la oscuridad iluminada. Asistimos a paisajes interiores y exteriores con la misma nitidez. La nostalgia tiene un olor, una cadencia, un color. Lo tiene la furia también. Lo tiene el mar, y el norte argentino.
La estructura de Lepidolita propone una lectura integral y fragmentaria al mismo tiempo. Integral porque la voz mantiene su consistencia y color a través de los poemas. Fragmentaria porque cada poema conserva un universo. Y, además, porque muchos de sus poemas son en serie, es decir, están formados por partes que son, a su vez, pequeños poemas. En Costra de sal el yo lírico anuncia:
(…) Date vuelta
mirá el camino recorrido
esas baldosas de sal
¿no adquieren más sentido
a la distancia?
Como partes de un rompecabezas
se ensamblan
(…)
Del mismo modo, Lepidolita encastra sus partes en un paisaje perfecto, en una costra de sal que esconde el mar helado, o el peligro, algo que intuimos, pero no podemos confirmar. Cabe destacar la potencia poética que logra Cinthia en sus imágenes, el nivel de detalle con el que las construye y yuxtapone, como se ve en Flor de ceibo:
¿No hacías vos también
patitos rojos
con las flores caídas
del ceibo?
Pasábamos horas en el club con mis amigas
recogiendo las flores desparramadas
buscando las más intactas las más rojas
Era un arte
desprender los pétalos
no se vaya a romper la cabeza del pato, el piquito
era un arte
agujerear
el pétalo-cuerpo
con la uña atravesarlo
con el pétalo ala
Y el pasto se poblaba
así
de flores apatadas
patos aflorados
Contenta acariciaba el terciopelo
de las alas
jugaba, los hacía volar todos juntos
(…)
Construida con pasión artesana, la metáfora es el recurso estrella del libro. Sentimos que la tocamos pero no podemos ver los hilos que la sostienen. La palpamos, eso sí, podemos hablar de sus texturas, del despertar sensorial que nos genera. Flor de ceibo crece, desarrolla sus pétalos rojos sangre y, al final, nos interroga:
¿Nunca te sentiste flor caída
y desangrada
envidiando el destino
de los pájaros?
El yo poético recorre lo histórico y lo inmutable. No le teme a la verdad, la busca como si fuera un tesoro y lo enuncia a viva voz. Parecemos oír a la niña que lee, que nada como una sirena, que anda en bicicleta. Podemos ver a los ojos que la miran, podemos ver cómo mira ella de vuelta. Nos atrevemos a hablar de Lepidolita como un artilugio perfectamente preparado para atraparnos. La autora logra sumergirnos en las imágenes, de modo que no distinguimos entre lo que es verdaderamente un dato autobiográfico y la ficción que se cuela invisible. El artilugio funciona, el conejo sale de la galera y sentimos que todo es verdad.
El yo poético en el inicio de Lepidolita anuncia:
(…) sigo mirando por la ventana
ahora busco para arriba
entre los edificios
un hueco verde
un hueco azul
me estiro hacia la luz
A medida que avanzamos en la lectura entendemos: estamos yendo hacia la luz. Vamos encastrándonos entre los poemas hacia la luz. Esa revelación en donde el lector confirma: mi cuerpo entiende. Se iluminan unos con otros los poemas, se encastran temprana o tardíamente y cobran sentido en su vínculo. Hay en Lepidolita una imagen que condensa, si se quiere, la intensidad del yo poético: Caídas habla, al mismo tiempo, del arquetipo materno y de una madre particular, personal, consistente. El yo poético se pregunta, ¿Es necesario/ dejar de ser madre/ para ser hija? y más tarde parece responderse, abandonar el mandato y alivianar el peso de la carga, volverse polvo libre en el viento. En palabras de la autora, (…)
tomo el papel y escribo:
A veces caer
es parecido a volar
Cae el yo poético desde el título, cae una madre; caen las flores de ceibo y se transforman dentro de las manos de la niña que juega; cae la nieve en Nueva York, cae disfrutando, en un poema que se llama Nieve y Arena y que dice:
(…) Como una flor que se desprende
se deja mecer
y dibuja coreografías en el aire
la nieve
mientras cae
disfruta
Así, los sentidos se iluminan entre sí y se enriquecen. Como en Costra de sal, cada parte de esa tierra blanca se vuelve indispensable para sostener el suelo bajo los pies.
Asisitir a Lepidolita en tiempos de pandemia, o en cualquier tiempo, es recordar un latido, cierta materia vital. En el poema que le da título al poemario, la voz de la mujer adulta busca piedras tras un derrumbe. Descubre la belleza en la destrucción y la rescata del olvido. Se encuentra con las manos de un artesano que rescató una lepidolita y la transformó en anillo, obra de arte hecha del desprendimiento, transformada en algo que alivia las tensiones / de la vida cotidiana. El yo poético lo atesora como un talismán. Lepidolita de Cinthia Hamlin es exactamente eso: un alivio, un talismán, una piedra que guardamos en algún cajón y recuperamos para sentirnos vivos.
Lepidolita (2020)
Autora: Cinthia Hamlin
Editorial: Tren instantáneo
Género: poesía
Complemento circunstancial musical: