Por Ur Olivero
Los libros, la poesía, los viajes y las lecturas de alguna manera le salvan el vitae a Juan pero a veces, a veces hay libertades que suelen condenar del mismo modo que hay condenas que liberan si detrás flamea, abandera, orbita, una semidiosa como Clavelina, casi casi intento de nínfula de nabokoniano empuje por cuyas corrientes interiores, la sensualidad y el sexo discurren a la par que su aparente y natural inocencia.
Nada es en Juan, sesentiañero, menos volátil que la dificultad para reaprehender los oficios del goce y del deseo si en ello no arriesga algo más que la tentación de capear los desafíos que le ofrece una cultura nueva bajo el amparo, no tan visible pero si desconocido, de Madre Natura. Ha viajado a una isla del Caribe y el animal tentador salta sobre sus hombros y sus apetitos, que no intelecto, y apenas puede sortearlo porque allí, en esa isla que termina de salir de una sufrida tiranía, podemos fácilmente pensar finales de los cincuenta, el sueño de avanzar en el magisterio también lo persigue, pero… ojo al parche, el frío raciocinio no es patrón que convoque, antes bien el mito de las leyendas y el látigo pernicioso de ciertos antepasados traídos con la esclavitud y los peces negros, lanzan sus redes, y como redes y rizomas laboran de generación en generación, hasta que un día el pez negro deje de amenazar y el progreso alcance a los que lo invocan y la maldición al fin merme su poderío.
Juan quiere pero no quiere y por conquistar a Clavelina se arriesga a poner en peligro su holgado bienestar ausentando del medio a un escritor francés, parapetado detrás del seudónimo de Henry Guillemonte, de visita en la isla y que pretende a Clavelina; luego lo tiburones a veinte kilómetros de la costa se darán un banquete con el gabacho y todo como que queda en casa porque con su amigo Rino supo planear la coartada.
Pero no, hay otros viajes de Juan fuera de la isla, y devienen otras trampas, y los años van asomando en vertical y el quiere dormir caliente pero ha de ser paciente, hasta que un día lo reclame a Uruguay la admiradora y fans Alexandra y su vejez empiece a pesar menos, pues la poesía de las palabras y el intelecto lo sostienen sí pero también está el homicida paisaje de la soledad, más cautiverio más cárcel más corsé cuanto menos compartible y manejable sea. Y en la memoria de Juan, su amigo Enrique que le pide cuente un día sus aventuras, y en la piel del poeta la memoria erotizada de Amanda, su primera brújula en los comienzos, y en el recuerdo sobre la isla, isla intangible de tiempo hechizado –que diría un aquel Humbert Humbert-, y el candor de sus lugareños con sus alfabetos al otro lado de cualquier realidad ¿prostituible siempre cuando urge el pan en la mesa? y férreamente tercermundista.
El autor de Clavelina, entre otras posibles perlas engastadas en su collar narrativo, no ha tenido miedo a las emociones y por eso cabe imaginar la impresión que el contar de Juan para nosotros pasa primero por el oído y de ahí un poco más abajo, pues la razón no siempre es la señora de casa. Porque a Juan le duele ver la miseria, y, no obstante, sentirse impotente para combatirla como quisiera a no ser por el camino del magisterio y enseñar a los que necesiten aprender a firmar sus nombres.
Nos lee Clavelina porque se deja oír y eso viene a ser un papel activo de cierto gramaje. Juan, Enrique, Amanda, Gervasio, Clavelina, Los hijos de Amanda, Rino, flotan en la intrahistoria de la novela para que disfrutemos de un viaje, dos, tres, sin temor a los reflujos que subyacen por debajo, porque en toda historia que se pretende digna y permeable, si se quiere en forma y fondo, aunque el fondo amerite mayor consistencia y trabajo, el camino que serpea por el medio es el que anuncia lo que posiblemente viene aunque no lo verbalice de modo expreso y haya que ir juntando los intersticios, los mosaicos que construyen más allá de silencio en silencio.
Juan regresa a su Uruguay natal y una parte del recuerdo seguirá navegando en aquella isla, pero nadie es una isla al decir de un autor de Cuba, y la Storni y la poesía y el padre de El viejo y el mar seguirán pendulando mientras Alexandra y el poeta Juan viajen de pueblo en pueblo abriendo las compuertas del arte para el que quiera entrar y solazarse.
Parafraseando a Alejo Carpentier al premiar como jurado una importante novela en la Cuba de 1960, Doy mi voto a este librito porque como silueta narrativa de un sendero de mayores alardes, puede ser el final de un buen principio, según se mire.
Clavelina (2015)
Autor: Eduardo Kovalivker
Editorial: Hojas del Sur
Género: Novela