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Reseña #999,999 (Theta)- Una escritura del territorio en licuefacción

Por Agustina Perez

En esta oportunidad nos toca celebrar la aparición de dos rectángulos de celulosa que rompieron la bolsa terrestre, acaso del mismo bosque de las lindes platenses, en el corriente 2021. Como una tromba de agua a nivel del suelo. Se trata del manojo de relatos de Los impuntuales, escrito en 2013 y revisitado este año, con dos reediciones a cuestas (y es claro que no habrá dos sin tres), y El Palomar, terminado en febrero de 2020. En ambos casos, se trata de una escritura con anclaje en territorio. No importa que a veces varíen las locaciones, sea la Costa Atlántica, Brasil o Uruguay, o la tierra aún innominada de 35.000 años atrás, que no es otra cosa que la Tierra Prometida del Haber del Porvenir, circa el siglo XXIII d. C.

La escritura de Francisco Magallanes, insisto, está anclada en territorio. Y el territorio es estrecho. Es La Plata pero es el Río de la Plata, también. Aunque, para ser justa, es más bien una remisería la que está acechada por las dos coordenadas anteriores, y siempre presta a que se la lleve puesta una correntada líquida y atlántica. A diferencia de lo que sucede en La casa inundada de Felisberto Hernández, aquí el agua se mete bravucona —sin bridas, sin permiso, y sin perdón. Digo para ya no cansarme en partidas que en los libros de Magallanes todo sucede en los intramuros, siempre desvaídos, con paredes y autos desmadrados por la crisis de los noventa, de una remisería. Tal la locación predilecta.

La remisería usualmente opera al modo de fachada. No solo para la venta de drogas, no únicamente. Es una fachada del trabajo. En la obra de Magallanes no hay trabajo como lo quiere el Estado, un trabajo productivo que genere capital. En estos lares, todo va a pérdida, a pique. Son las diagonales de La Plata en vertical. En “Pochoclos”, una niñata recién advenida al lenguaje aprendió lo ominoso demasiado pronto, demasiado irreversible. Aprendió: el significado de la palabra “laburar”. Y acaso eso sea lo que la haya dejado al borde de la muerte.

Pero la fachada del trabajo no tiene una única faz. En la remisería, desde otra perspectiva, como escribe José Hernández: “aquello no era trabajo, / más bien era una junción, / y después de un güen tirón / es que uno se daba maña, / pa darle un trago de caña / solía llamarlo el patrón”.

Las historias vienen de ahí, del relato oral de los paisanos, gauchos platenses del siglo XXI, que se acodan alrededor de un fogón de papel donde anotan la dirección del viaje, el chofer, la hora y, como se trata de los libros del pulpero y no faltaba más, el monto producto del traqueteo. Historias que vienen de la voz que avanza cansina por la tráquea.

Lo que narran los varones de Magallanes son historias que vienen de ahí, del hálito que sube por ese caño y se empaña en la cavidad bucal con los vahos alcohólicos, y esto vuelve un poco beodo y un poco beato al lenguaje. El aliento de las historias está empastado por la grasa, como se lee en El Palomar: “En Canadá el olor de la grasa hirviendo te empasta la garganta y por eso trabajo un fierro contra la pared”. Mientras los hombres se distinguen por la voz, Magallanes escribe con la mano, pero es una mano atravesada por los estremecimientos que produce la tusi, la cocaína rosa, pero una tusi rebajada con lavandina. Paranoia, ansiedad y: el blanco.

Una digresión que no es tal sería decir que a la “tráquea” también se la llama “caña del pulmón”. Matreriando la pasaban, los gauchos reloaded de Magallanes, pasándose la caña, actualizada ocasionalmente en cerveza, en vino en botellas cortadas y quizá rebajado con gaseosas de la calaña peor. Pero no todo es el Martín Fierro (aunque el Martín Fierro sea el Todo, la Única Rusia, que es otro modo de decir nuestra Carta Magna Nacional, la transversal que en su trayecto de restrello de rebenque hace no menos que el infinito).

También está la obra de Ricardo Zelarrayan: las ruedas de mate, que se escancia ronda tras ronda hasta que el yiro decanta en el mareo perfecto que es el estado de conciencia preferido por la escritura. En una escena de Zelarrayan, hay una trifulca producto de haberle puesto azúcar al mate. En las escenas de Magallanes el mate puede servirse con montículos obscenos de azúcar, pero no es necesario aquello para la debacle ya que la violencia está inscripta en los libros del pulpero desde antes que comience el tiempo, siempre a la vuelta de la esquina, en la aérea ochava, circundante. Llega a destiempo, impuntual. Pero llega. Certera. Un restrello que al chispear contra el asfalto lo obnubila y es, entonces, el blanco.

La primera locación del relato “Regalo de reyes” es un cerro cubierto por la nieve, con árboles altivos depuestos en “helechos de poca monta”. “El cielo”, escribe el autor, “estaba cubierto, sucio y desgarrado”. Se trata, lo vamos a ver, de la filtración y de los infiltrados. El viento se había agenciado ráfagas “capaces de alzar un mamut”. Entonces sucede lo que no podía dejar de suceder. Que la imagen hiperbólica cristalice en la realidad. A vuelta de página, que es como decir a la vuelta de la esquina, aparece “una especie de mamut” que se cobrará la vida del hombre de las cavernas.

En este relato hay una rencilla entre el negro y el blanco que no se salda. Nadie gana, nadie pierde. Hay fundido y fundición: el hombre de la época de las cavernas “allí permaneció mientras todo se volvía blanco: el aire que respiraba, su cuerpo cubierto de nieve y el cielo negro que dejaba de serlo”. La muerte, en Magallanes, suele manifestarse así: fundido y fundición. Un estado comatoso que se parece bastante a la escritura.

En ese mismo relato, aparece un alud. Un alud natural, la fuerza de los elementos. Porque lo vegetal acecha en la obra de Magallanes: así, los personajes tropiezan una y otra vez con raíces de árboles. Como si el reino plantae se cerniera sobre esos cuerpos atolondradamente humanos. Pero, volviendo al alud de “Regalo de reyes”, a vuelta de página, en el relato “Los huérfanos del Almafuerte”, el trastoque es inverso al que lleva del mamut de la figuración al mamut encarnado. Ahora el alud natural se presenta como una “avalancha familiar”. Cambio de reinos, que están enredados en la madeja.

En otro relato, “Flotando a la deriva como un trozo de telgopor», la mujer que lleva la voz cantante se masturba en la casa de Estela. Fue allí a alimentar un pez longevo, en relevo de su compañera de trabajo, que salió de viaje luego de un entuerto violento con su pareja. La narradora se recuesta en un sillón de la casa ajena y, obstinada, busca a Estela, con sus manos. Desde ya, y como las cosas se dan de maneras raras, la busca en sus íntimas cavidades, como si hurgara en otra pecera. Como a una sirena que estuviera atollada en una pecera, la busca.

Se había oído, antes, un ruido deceptivo. El ruido parecía el sonoro aleteo de las moscas bailando alrededor de un cadáver, pero se trataba de un equipo de audio cuyo ronroneo produjo el ambiente adecuado para la balada de la masturbadora solitaria, a lo Anne Sexton. Cuando llega el momento de la profilaxis, de la purificación por agua de las manos pecaminosas, encuentra que no solo el pez longevo está muerto. A Estela, eternizada en la bañera, le acontece otro tanto. ¿Y qué es lo que rebalsa? Ni más ni menos que su mano.

Como en El Palomar, en los libros de Magallanes siempre “llovía a golpe seco sobre la chapa”. Los cuerpos dados al laburo se hinchan por la cal. Y “trepar Flaquito trepar”, de eso se trata. Pero trepar se trepa para arriba, hacia el cielo del tanque de agua, desde donde relucen como nunca los monoblocks empastados de sol, o se trepa para abajo, reptando entre los meandros de los malones tirados por la yunta de la delación. Cuando el rescate es no rescatarse y a los demás hundir. Así se trepa, también, pero al ras. Por la cal.

La escritura anclada en territorio de Magallanes produce libros fisurados, libros fisuras. Por las grietas las escenas y las personas de los libros se cuelan, o más propiamente se infiltran, como la lluvia hampona en la casa de Juan Messi. Licuefacción del terreno que no promete purificación sino el barro. Escritura anclada en territorio, sí, pero un territorio que los sismos textuales y narrativos hacen siempre incierto, sísmico, móvil.

Los impuntuales (2013)

Autor: Francisco Magallanes

Editorial: Club Hem

Género: relatos

Complemento circunstancial sonoro:

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