Por Josefina Infante
Corina tiene sesenta años y un cuerpo torturado: por su padre, que nunca la miró a los ojos con piedad y no tuvo mejor idea que pegarse un tiro para dinamitar su paternidad fallida; por los milicos, que la picanearon hasta el desmayo; y por cada pucho que se fuma de noche, desvelada, mientras revuelve sin ganas el té de frutos rojos que calienta en el microondas. Corina no duerme bien; de madrugada la visitan fantasmas de su pasado, pero no al estilo Dickens con nieve de fondo y solemnidad británica, sino en plan bien argento: Acá lo que se viene a exorcizar es la dictadura, los amigos chupados, la culpa por haber quedado viva, las cicatrices de un cuerpo replegado sobre sí mismo, ovillado como un cachorro sin piel en medio de un bosque tenebroso y escarchado.
Pero para que un exorcismo sea posible se necesita algo de luz, alguna esperanza; un cura sin fe no sabría dónde buscar el valor ni la justificación para entrar a la habitación de una Emily Rose poseída. Y en esta novela -la primera de la poeta rosarina Irma Elena Marc- esa luz se despereza entre las brasas de un asado: el personaje de Corina vuelve a sentir algo parecido a la felicidad cuando el Sopi, su gran amigo, antiguo militante peronista y ahora tachero, con quien compartió miserias y alguna que otra noche de sexo despechado, la invita a un asado con él y su mujer. Sólo entonces algo en el relato se abre, se airea, como el cielo cuando se parte en dos por algún rayo de sol después de la tormenta.
La escena es maravillosa por dos motivos: Primero, porque nos alienta no sólo como lectores sino como seres humanos; segundo, porque retrata a la perfección una parte del alma de los argentinos, esa que se pone picante y alegre cuando el vino corre sin culpa un domingo al mediodía mientras la radio transmite algún partido, los pibes juegan en el fondo de la casa y los abrazos entre el asador y sus agasajados se hacen cada vez más frecuentes y pegajosos: “No recuerdo cuánto tiempo hacía que no comía con tantas ganas y tanto placer, sentía algo en el cuerpo que recordaba lejanamente a la dicha”, confiesa Corina, cuyas pesadillas ya conocemos bien a esta altura del relato. “Me sentía suelta, comunicativa, de fiesta, alzando el vaso dije: Ustedes son felices, esto es la felicidad, el Sopi se levantó, y con sus brazos fuertes nos acercó a Beti y a mí a su panzota, apretándonos contra sí, después volvió a su lugar y replicó complacido: brindemos por la familia, vos sos de la familia, Petisa, y la Beti chocaba el vaso y el perro le ladraba pidiendo huesos y la vida era áspera y con un dejo dulce como el vino”.
En escenas como ésta, con la luz del sol pegándose a las panzas recién almorzadas, el relato avanza manso, legible, una palabra detrás de la otra sin sobresaltos semánticos o formales. Pero hay manchones del pasado de Corina que sólo pueden ser expresados en un registro alucinatorio, como si lo siniestro de la tortura fuera incapaz de entrar en la prolijidad de las frases coherentes. Y ahí aparece también el pasado de la autora y su habilidad como poeta para combinar los dibujos del lenguaje de manera tal que hasta lo innombrable es capaz de tomar alguna forma para llegar a nosotros, lectores, y así seguir purgándose hasta el infinito.
Algunas alteraciones en la naturaleza de las cosas (2015)
Autora: Irma Elena Marc
Editorial: Baltasara
Género: novela