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MINIATURAS- Un libro que tiembla

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Por Matías Lucadamo
El 2016 por varios motivos fue en términos de lectura el año menos productivo de mi vida desde que leer se me convirtió en un asunto más de profesión que de placer. Entre esos motivos están el de no haber ido a la facultad, el de haberme comprado un celular moderno y por ende entregado parcialmente a la abulia contemplativa de las redes sociales, pero sobre todo el de un intento de producir algo propio con pasión, con hambre y sustanciosas ingestas de alcohol para sostener la tensión de una faena que a la larga resultaría infructuosa.
Borges, dice Alan Pauls, es el gran maestro de la literatura argentina porque, más que enseñarnos a escribir, nos enseñó a leer. De eso Borges mismo se jactaba. Así uno podría explicarse, por ejemplo, lo poco que escribió en relación con lo que escribieron otros grandes escritores. El tipo le dedicaba más tiempo a la producción ajena que a la propia.
En el 2016 debería haber aplicado su ejemplo.
Recién sobre el final lo pude salvar. Cuando ya se estaba cerrando un año definitivamente árido, me crucé en noviembre con una publicación en Facebook de la revista Anfibia, “Pretensiones literarias” (ahí quizás otro motivo de la merma de mi líbido de lector de libros per se: las ojeadas aleatorias en el vasto mundo de posibilidades de lectura que ofrecen los artículos y textos literarios publicados en Internet).
El artículo resultó formar parte de un libro de ensayos rubricados por una tal Cynthia Ozick, escritora de la cual nunca antes había sentido escuchar el nombre aunque el copete afirmara que se trata de una “permanente candidata al nobel”. Fue por el mismo copete que decidí clickear y adentrarme en el texto (quizás estaba en un colectivo o en un subte o en una de esas vitales burbujas de ocio laborales), no por el prestigio del que se pretendía imbuir a la autora, sino más bien por lo que se indicaba a continuación: [Ozick] dice que Jonathan Frazen no sólo se hizo famoso por su best seller [“Las correcciones”] sino por haber rechazado la invitación de un popular programa de TV. Luego, con poca humildad, el escritor dijo sentir que estaba `sólidamente ubicado en la tradición del gran arte literario´».
Reculé. Releí. Volví a recular. A ver: un escritor, Jonathan Franzen, del que sí había sentido escuchar el nombre, dijo: “Me siento sólidamente ubicado en la tradición del gran arte literario”.
Mierda.
El texto de Cynthia Ozick, escrito con la mano tersa y sagaz que podría adjudicársele a cualquier candidato permanente al premio nobel, resultó partir de la infeliz declaración del escritor norteamericano para descomponer la cosmovisión, ridículamente anacrónica, que dicha frase presupone en un mundo donde “la diferencia entre lo alto y lo bajo es valorada por unos pocos y borrada por la mayoría”.
En otras palabras, el tal Franzen había rechazado una entrevista televisiva con nada más y nada menos que Oprah Winfrey (en los Estados Unidos, una suerte de Susana Giménez pero con inquietudes “literarias”; su recomendación de Roberto Bolaño, por caso, disparó la popularidad del escritor trasandino en el mercado editorial norteamericano a niveles que antes, en lo que concierne a escritores de estas tierras, solamente habían conocido deidades como Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez) aduciendo que los gustos “sensibleros, unidimensionales” de la conductora le producían “vergüenza ajena” y que no quería que su obra formara parte de tal conjunto, marcado por la letra de Caín de la cultura popular. “Como que me siento sólidamente ubicado en la tradición del gran arte literario”, dijo entonces, literalmente. El corolario fue que Oprah Winfrey canceló la invitación y las críticas arreciaron contra el pobre Franzen. Que un elitista, que un snob, que un retrograda. Ozick, por su parte, se abstiene de emitir un juicio que no sea formulado a través de la ironía y concluye su artículo indicando que hoy por hoy lo alto y lo bajo se retroalimentan: si alguna vez hubo una época dorada —probablemente previa al cine— en la que el “gran arte literario” existía e imponía sus dominios en el ámbito cultural, no es definitivamente la nuestra.
Como me pasa con cada texto que leo, sin importar su extensión, su género o su tema, del artículo de Osick solamente me terminaría quedando un gesto: el de su dedo índice, con la uña larga, esculpida y escrupulosamente esmaltada, tildando a Franzen de torpe, desafinado y pretencioso.
Un martes, varias semanas después, entré a una librería solamente para mirar, sin intenciones de llevarme nada, y en uno de esos estantes giratorios que hay alrededor de los mostradores vi una edición de bolsillo relativamente accesible de “Las correcciones”. Escrita por Jonathan Franzen. Franzen. ¿De dónde lo tenía? ¿De dónde? Medio segundo se demoró la sinapsis. Breve estallido neurológico y entonces la reminiscencia inmediata: Oprah Winfrey. Cynthia Ozick.
Gran arte literario.
Recordé con ternura la declaración del escritor, su inocencia, su espontaneidad, la inmensa timidez que una frase como esa escondía. Me intimidaron también las más de seiscientas páginas, pero pensé enseguida que la semana siguiente me iba de viaje y que la falta de tiempo no iba a ser un problema para mí, más bien todo lo contrario. Recordé que esa, “Las correcciones”, era la novela más recomendada en Internet de su autoría. Recordé que el 2016 prácticamente ya me había pasado por encima y yo había leído poco y nada. Yo, que antes a los libros me los devoraba. Yo, que me había leído el canon por placer, por obligación, por necesidad; por el simple hecho de que de algo hay que rellenar al tiempo antes de que el tiempo pase y ya no quede nada. Acaricié “Las correcciones” mientras lo pagaba en la caja.
Gran arte literario. Vamos a ver.
Lo abrí tirado en el micro. Una vez trasgredido el escepticismo que me bloquea cada vez que leo por primera vez a un escritor, una vez que me metí en su tono, en su humor, en sus volantazos temporales, una vez que dejé de lado lo que me rodeaba y me recluí en ese mundo cerrado colmado de tipos y de tipas palpables que piensan y que hablan sin parar un solo segundo, mi primera sensación fue que de las dos opciones que había conjeturado al momento de leer su declaración en el ensayo de Cynthia Ozick era hacia el final correcta la primera: Franzen no es un tierno goma más del mundo de las letras. No.
Franzen la tiene así de grande.
En dos o tres días, echado en sucesivas reposeras, avancé casi trescientas páginas sin la sensación de estar esforzándome, como si bajara en bici un declive. Haberme desconectado de todo, Internet y celular, seguramente habrá colaborado en mi empresa. Por fin pude concentrarme en la lectura sin el silbido permanente que es la sensación de que algo más interesante está pasando en otra parte. Mi hombre interior crecía mientras absorbía el extenso sueño de la verborrea de Franzen. Poco a poco nos alineamos, él y yo. El tántrico polvo verbal de dos espíritus amalgamados por la literatura.
De tanto en tanto lo cerraba al libro y me volvía a la mente lo que Franzen había dicho. Lo que se considera gran arte literario o no depende, como todo, de una cuestión de gustos. Por eso no pude evitar pensar en los míos al momento de dilucidar la pertenencia o exclusión de Franzen en torno a dicha categoría. La asociación fue espontánea y palmaria. Sí. Franzen: una especie de Faulkner filtrado por la “legilibidad” que, salvo contados anquilosados casos, propone hoy la literatura contemporánea. Un Faulkner despojado del modernismo, del barroco, del libre fluir de la conciencia. Sin embargo, a) las metáforas pletóricas de excentricidad, reuniendo dos significantes de distinta madera para crear un nuevo significado. O, por sobre todo, b) el manejo del tiempo: la alusión disimulada a algo que pasó pero que no se termina de definir bien, y que queda titilando en la memoria del lector como una piedra en el zapato hasta, que más adelante, cuando uno menos se lo espera, reaparece, con todos sus detalles sórdidos y su efervescencia. Franzen, tal como solía hacer Faulkner, impulsa la narración a la manera de un tipo que se acuerda de algo y lanza la primera línea pero después se distrae, recae en la amnesia momentánea o en el entusiasmo del circunloquio, y al final la retoma para sorprender y seguir adelante, procedimiento discernible incluso dentro del espacio de un solo párrafo (largas subordinadas que se encadenan una tras otra antes de volver a la afirmación inicial): es una ética, una forma de ver la vida manifiesta o en su defecto latente en la tesitura de la prosa: la de retroceder constantemente sobre el pasado.
Más allá de la inteligencia, de la humanidad y del oficio del narrador de «Las correcciones», como acontece con toda novela de más de seiscientas páginas uno tampoco deja de ser consciente de la naturaleza prescindible de ciertos párrafos. La impaciencia es una exigencia del intelecto y en algunos casos también una insensibilidad. Borges aborrecía ese tipo de excesos; su tensión interna le marcaba “límites espléndidos” (de ahí que jamás escribiera un texto de más de diez páginas), y gran parte de su coherencia escritural se debe a que jamás los trasgredió. Pero se trata de una cuestión de carácter; Faulkner no es Borges, de la misma manera en que Franzen no es, por caso, Munro; no es justo medir con la misma vara dos ímpetus inconmensurables: uno tendiente a la precisión y a la elipsis y otro al torrente desbocado y la pulsión. En cualquier caso, tanto los unos como los otros, celebérrimos escritores bronceados por el sol de la gran tradición, no dejan en el fondo de ser seres humanos, y sus textos plausibles de los hachazos más siniestros. ¿Cuántas censuras merecerían hoy a manos de un editor insensible “La divina comedia” o “El Don Quijote” o “Crimen y castigo”? Piglia incluso afirmaba con un dejo de autocompasión haber encontrado líneas de más en algunos de los cuentos de Borges. Si las hay en cuentos, o, todavía peor, si las hay en cuentos de Borges, mucho más debiera esperarse del vasto universo de una novela: según Faulkner, “un basurero al que va a parar todo”.
Tal la novela de Franzen. Desde el lenguaje y desde los temas, en “Las correcciones” hay, en efecto, de todo: conviven lo alto y lo bajo, lo progresista y lo masivo, lo íntimo y lo público, lo septentrional y lo pop. Si, como afirma Ranciere, la literatura es una ciencia social, en Franzen tenemos a un científico de primer orden: es capaz de discurrir desde los meandros arquetípicos de una familia de clase media, media alta norteamericana hasta la descripción detallada de los fenómenos macroeconómicos (el saqueo financiero, vgr., que Estados Unidos ejerce sobre el resto del mundo) que permiten las prerrogativas de dicha clase; desde el Alzheimer de un viejo hasta las turbias negociaciones de las corporaciones de salud que buscan lucrar con esa enfermedad; desde la obliteración hormonal de una chef homosexual reprimida hasta el desglose de las modas más endógenas del espectro culinario estadounidendse.
Se trata de lo que ciertos teóricos denominan “novela total”: abarcar la totalidad de los mecanismos sociales a través de la representación de personajes que los personifiquen desde distintas áreas y perspectivas. Los objetivos vertebrales: 1) la verosimilitud, respaldada por lo que se supone una férrea investigación del escritor y/o su entorno; 2) la plasticidad que el escritor es capaz de infundirle a sus personajes para que estos circulen a través de sus actos y sus voces dicha información sin incurrir jamás en el panfleto pentecostal o en la prosa de tipo Wikipedia característica de los peores momentos de los narradores de escritores como Houllebecq.
Franzen no solamente sale airoso de estos dos puntos, sino también la envergadura de su empresa lleva a pensar en la imposibilidad de que una novela como esta pudiera alguna vez surgir de la literatura nacional. Uno lee “Las correcciones” y la sensación inmediata es la de que se trata del resultado de una verdadera industria editorial; de que es una novela escrita, no por un tipo, sino por un aparato más grande que él. En este sentido, una novela de tal contextura y de tal densidad no podría haberse escrito en otro lugar que no sea los Estados Unidos: pareciera que el ecosistema cultural de un país determina el summum a alcanzar de cada uno de sus miembros. Franzen, que tardó más de diez años en escribir “Las correcciones”, eyectó su gran obra en un sistema superpoblado donde todo pasa, donde hierven todos los datos y la información: en el sistema del centro. Millones y millones de lectores y millones y millones de dólares. Una miríada de artistas y de críticos. Las universidades más exigentes del planeta. Una literatura central, globalmente hegemónica de mitad de siglo XX en adelante. «Las correcciones» es su emergente directo. En una planicie atiborrada de cúspides, el edificio Franzen emerge por sobre el resto para contemplarlos desde su mirador privilegiado.
Cuando volví a Buenos Aires me faltaban todavía cien, ciento cincuenta páginas para terminar de leer el libro. Lo dejé en la mesita de luz y levanté otro, más práctico para llevar en subtes y colectivos: “Otras inquisiciones”. Ensayos breves que se podían leer entre una parada y otra. Que podían procesarse despacio mientras se caminaba a casa. Yo, decía Borges, soy argentino. Nací en este microclima de casas bajas y zaguanes, sin industria editorial, despojada del smog de una gran tradición. Lo que me bendice es la posibilidad de leer desde el margen lo que se escribe allá, en el centro.
Pensé en lo que me había pasado en el 2016. No había necesidad de intentar algo así. No se puede. No podría. Me había enfrascado casi un año produciendo algo que estaba más allá de mis límites. Los resultados estaban a la vista: había sido feliz escribiéndolo, ambicionándolo; ahora sencillamente era incapaz de releerlo. Como una mujer a la que uno desea mucho y, después, con el agua corriendo abajo del puente, se da cuenta de que lo que más deseaba de ella era su deseo de ella. Tampoco me daban ganas de seguir leyendo Franzen. No volví a tocarlo en un par de semanas.
Pero fue raro. Como solamente me había pasado mucho tiempo atrás con Dostoievski, cuando volví a abrir «Las correcciones» y volví a meterme en la historia, tuve la sensación de que nunca había dejado de estar ahí. Me acordaba de todo. Había conocido tanto a los personajes durante la intensa lectura del viaje que se habían vuelto personas reales, como esas que uno ve cada tanto en el trabajo o jugando al fútbol o en el barrio y que, una vez que las vuelve a ver, se acuerda perfectamente de quiénes son, de qué trabajan, qué edad tienen, qué hacen en su tiempo libre, si están solos o acompañados, conocen sus aristas, son gente ya con volumen propio en la parrilla de la vida.
Entonces me di cuenta de la valía del tipo. Gran arte literario o no, este tal Franzen es bueno de verdad. Un escritor íntegro y noble en el sentido de que labura bien a sus personajes, de que se esmera, de que los escucha, los procesa y los deja ser tal como son; de otra forma no resultarían tan vívidos, no se quedarían pegados en el inconsciente de uno como si fueran personas a las que se frecuenta.
Terminé “Las correcciones” a fines de diciembre de 2016. Después de que se ventilaran los últimos ecos de la lectura y el polvo terminara de asentarse, ya podía decir que lo había olvidado, que el libro había pasado a formar parte de mis experiencias. Si por un microsegundo pensaba en Franzen, un gesto, visible también durante un microsegundo, se asomaba en mi conciencia: el de una mano sosteniendo un libro que tiembla.
La experiencia fue tan satisfactoria en lo que concierne a la relación valor/producto que después de cobrar el aguinaldo me compré el último de sus libros. Ya voy por la mitad. Va bien. Se llama “Libertad”.
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