Por Juan Mattio
En algún momento el sentido se desplazó. Tal vez sirva para comprobar que –más o menos desde Homero- hay dos territorios simétricos que insistimos en llamar con el mismo nombre y ese nombre es literatura. En uno de esos territorios conviven las instituciones, las operaciones políticas y las facciones. Ahí, supongo, se juega con astucia. Porque en el fondo esas relaciones delimitan lo que es visible o no visible para el sistema literario. Los jugadores son múltiples: críticos, editoriales, suplementos, profesores, etc. El mérito, entonces, es ser visto (y a veces solo eso: ser visto, aunque sea mal visto). Y la exhibición se vuelve acción fundante.
Pero hay otro territorio donde se lee y se escribe y se trabaja. Donde sucede la tarea física de la escritura que si bien sigue mediada por los ecos de las instituciones, intenta generar su propio cuerpo. Digo cuerpo que es decir materialidad –hojas y hojas de borradores- pero también la gestación de ideas y estrategias narrativas que quieren contar una historia y son la otra materialidad de la escritura.
Como la ideología es un artefacto de mediación, no es posible que estas instancias sean autónomas. Se influyen y se modifican una a otra. A veces quien escribe intenta retirarse del mundo de las instituciones para dejar de escuchar lo que Fabián Casas llamó “el ruido metalúrgico de los talleres literarios”. Digamos Thomas Pynchon o digamos J. D. Salinger. Se vuelven eremitas que matarían a quien intente robarles una foto. Sin embargo creo que el retiro completo es inútil. Las instituciones tienen su sede dentro del escritor. O, más preciso, tienen su sede también dentro del escritor.
Por supuesto, si uno deja de leer los suplementos y las monografías, si uno deja de escuchar el murmullo de los pasillos y si uno deja incluso de publicar, tal vez logre un silencio productivo. Una posición desde la cual hacer una literatura más sólida, entendiendo por literatura una investigación personal con el lenguaje. Pero las instituciones todavía están ahí. Tal vez las mejores de ellas, pero todavía ahí. Porque incluso ellos, los eremitas, no logran olvidar a Faulkner, a Joyce, a Beckett. No logran olvidarse de todas esos hombres que, generación tras generación, escribieron una palabras después de la otra. ¿Y por qué irían a olvidarlos? El problema es que esa memoria ya es, por sí misma, una institución literaria.
La respuesta está en algún lugar intermedio entre la exposición total y la cueva de Kafka. Creo que la forma más honesta de convivir en esas dimensiones –pasando de un plano a otro- es a través de una poética. Es decir, de una serie de ideas sobre la escritura, la tradición, la técnica, etc. que permita que el cuerpo ganado en la escritura se sostenga en el mundo gigante de las instituciones. Por eso, cuando anoté al principio que el sentido se había desplazado lo anoté pensado en que nuestro campo literario parece estar funcionar al revés. Se funda una posición en las instituciones –digamos, por poner un ejemplo, desde los suplementos culturales o en las redes sociales- y desde ahí se construyen una serie de textos que funcionan más como intervenciones que como expresión de una idea literaria.
Y ese atajo construye su propia ideología: es lo mismo leer que no leer, es lo mismo trabajar un texto que publicar el primer borrador, es lo mismo una gran novela que una pequeña, es lo mismo un cuerpo que el otro. Porque lo importante de la intervención sucede en el mundo de las influencias y para eso no hace falta más que ser astuto y saber mostrarse. El escritor se hace así más importante que la escritura.
Pienso que para volver a desplazar el sentido de la literatura desde las instituciones hacia la escritura sería interesante volver a los que más se esforzaron y mejor pelea dieron. Observemos, por ejemplo, como Eliot mira a Dante: “no hay ninguno que haya estudiado más detenidamente el arte de la poesía ni que haya practicado el oficio de modo más escrupuloso, laborioso y consciente”. Eliot parece estar repitiendo lo que alguna vez dijo su amigo Ezra Pound: la sinceridad de un artista se mide por su técnica. Pero escuchemos un poco más: “la totalidad del estudio y práctica de Dante enseña que el poeta debe ser sirviente del idioma y no su dueño”.
Tal vez en esa humildad laboriosa, que no se puede mostrar sino en la escritura misma porque no existe fuera de ella, encontremos una forma de bajar el volumen al ruido metalúrgicos de las instituciones y logremos volver a escribir.