
Seguía mirando cuando abrió el sexto sello, y se produjo un violento terremoto: el sol se puso negro como un paño de crin, y la luna toda como sangre, y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera suelta sus higos aún verdes al ser sacudida por un viento fuerte. El cielo fue retirado como un libro que se enrolla, y todos los montes y sus islas fueron removidos de sus asientos; los reyes de la tierra, los magistrados, los tribunos, los poderosos, y todos, esclavos o libres, se ocultaron en las cuevas y en las peñas de los montes. Y dicen a los montes y a las peñas: caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero. Porque ha llegado el gran día de la cólera de ellos, y ¿quién podrá sostenerse?
Apocalipsis 6, 12-17
Por Agustina Perez
La precisión del quiebre es la puerta de entrada al nuevo libro de Alan Ojeda, Pirofanías (Caleta Olivia, 2021): porque para ver / hay que romper primero. Pero quizá no se trate de la precisión del quiebre sino de su procesión: una caravana, entre humana y animal, con hombres que cosechan panes ácimos y ciervos de brasa que cosechan brillo, que peregrina siguiendo la línea zigzagueante del resquebraje de la superficie de lo consolidado y allí va, hasta las poblaciones últimas de lo que se descoagula. ¿Un convite? Flores de ascuas invitan / a fundar un reino nuevo.
Si, según la fórmula de Juan Bautista Alberdi, gobernar es poblar, en Pirofanías parece suceder lo inverso: hacia lo que el libro apunta —como quien tiende la mano para pedir limosna pero, en el mismo gesto, se roba la bolsa con los treinta denarios para el despilfarro definitivo— es a una Nueva Nación, mayúscula, bien despoblada, tanto del lastre consecutivo-evolutivo de los siglos como del humanismo.
Se trata de un retorno a una temporalidad magmática, de brea, donde coexisten incestuosamente —sin visos de finalidad reproductiva— las eras. Y, también, de un hombre que esté forrado, por dentro de la piel, con el sueño insomne que caracteriza el estado de alerta de las manadas. Con algo, hay que decirlo, de dios enteco, balbuceante, como quien aprende sus primeras vocales: encontré en mi interior / a la bestia / y el murmullo de un Dios.
Para dar con ello, Ojeda se dedica con obstinación casi maníaca al desmonte de cierta imaginería para dar lugar a otras figuraciones posibles. Escribe: profano la imagen que los ampara. Si el amparo que llega desde la riada del latín vulgar señala el montaje de un parapeto defensivo, su raíz indoeuropea, en cambio, ha sabido engendrar monstruos tales como parir.
En el verso operan ambas valencias: la voluntad de quitar la protección y así alzar, en revuelta, el guardamonte del disparador, habilitando el tiro de Gracia contra los fariseos; e impedir, asimismo, su reproducción en atolondre. Porque no son peces —esa maravilla—, ni tampoco panes ácimos —la beatitud.
Y, ¿no dicen las Sagradas Escrituras que los hebreos, en el llano de Jericó, celebraron la pascua, a los catorce días del mes, por la tarde? ¿Que, al alba siguiente, comieron del fruto de la tierra los panes sin levadura, espigas nuevas, tostadas? ¿Y no subió el fuego de la peña, no consumió la carne y los panes, no consumió —incluso y todavía— al mismo ángel del Señor, que desapareció en el acto?
Ojeda escribe: siembro el fuego sin consumirme / y soy el fuego. Hacia ese fuego se dirige el libro. El fuego de la zarza, que no ilumina como el sol de la interpretación, sino como la luminiscencia opaca de los manuscritos carcomidos por el agua de las corrientes del maelstrom pertenecientes al linaje ilustre de una santidad del todo nueva. Porque, afirma el autor, ya no tenemos luz / y no veremos el camino si no es ardiendo. Y, además, sabe que antes que el sol está / la chispa que siembra el alba.
Sucede que no hay tregua, nunca, / en el cuerpo del agua. El agua es la purificación belicosa, también la licuefacción de la sangre. Las costras de las batallas ganadas, pero sobre todo las de las perdidas, resecas y ocres, se tornan imprevistamente líquidas y con el rempuje de un rojo infernal, se multiplican las gotas —ellas sí— y laquean el suelo. Que al ser recorrido por la manada deja un rastro confuso que hace pensar en las inscripciones en las cuevas de Qumrán. Y conviene recordar que, aquí, lo que tracciona la escritura es la propulsión de la sangre: escribo estas palabras / con tracción a sangre.
A algo de esta índole parece apuntar Ojeda en un aparente apartado en prosa: Debo sobrevivirme. Más que tolerarme, atravesar la costra seca de mi palabra y fermentarla, hasta los albores andrajosos de su juventud. Que desespere de mí la palabra, y yo de ella. Que sea la ceniza que bebe del agua Santa después de la calcinación.
Porque es primero la guerra / después el baile, el libro invita también a la fiesta y a la desmesura, a un San Vito de los reinos. Es, entonces, el despuntar —y nosotros somos la espada— del Día Nuevo. De un lugar, que haya, y hasta, dure. El descaro del deíctico en posición evidenciada lo señala así: acá, la bienvenida feroz / de un mundo abierto // Acá, el horizonte infinito / de las bestias. Y las bestias son la madeja de los elementos porque La Guerra de las guerras / no se gana // Sin la tierra / Sin el agua / Sin el fuego / Sin el aire.
En esta línea, todo cuerpo debe servir y mostrar su resistencia para hacerle la guerra / a un mundo / que no es mundo. Y qué otra cosa es la escritura sino la creación de mundos nuevos para su pronta entrega a las manos del mejor o peor postor, la incineración sacrificial de cualquier resultado durable. Con Federico García Lorca, se trata de quemar el Partenón bajo el amparo del hampa delictiva de la noche para empezar a levantarlo por la mañana y no terminarlo nunca.
La ascensión del libro pone al mundo del revés para hacer del cuesta abajo un derrotero mejor de una escritura materialista: mi carne se estira hacia la tierra / yo no me resisto y espero / que me acepte con la piedad / que tienen las cosas grandes. Y, también, una composición de lo inestable de vivir afuera: las cicatrices decoran el cuerpo / y la piel es testigo / de las formas que tiene / la vida para hablar / cuando estamos afuera.
Pirofanías propone como morada los moretones al alba violácea de la indiferenciación. Tras el tarascón, se hace posible —al fin— exclamar, en voz queda, bajando un tono: hay por fin alguien que muerde / y un cuerpo que ya no es de nadie. Porque una palabra bastará para salvarlos / y la palabra se asoma como un eco. ¿Un eco de las cavernas de Qumrán, con sus raras inscripciones en las paredes? En cualquier caso, una amplificación de la Voz. Que se parece al canto.
Pirofanías (2021)
Autor: Alan Ojeda
Editorial: Caleta Olivia
Género: poesía
Complemento circunstancial sonoro: