Por Valentina Vidal
“Nunca llego a limpiar todo. Siempre limpio por sectores y en el ínterin, entre un sector y el otro, todo vuelve a ensuciarse y desordenarse por completo y la casa vuelve a parecer devastada por un terremoto. Mi casa siempre parece haber sido arrasada por un huracán cinco minutos antes. Hace años que pienso que la casa es un monstruo a dominar.”
Así empieza el segundo relato de los dieciséis que habitan Todos los cuadros que tiré (Eterna Cadencia, 2020) de Cecilia Pavón. Pensaba, mientras leía este párrafo, en cómo la literatura encuentra siempre el momento exacto para meterse entre la respiración. No es casual, que cuando estamos en el medio de un confinamiento y nuestros hogares son a la vez escuela, lugar de trabajo y de descanso, donde las líneas divisorias entre el tiempo ocioso y el de las obligaciones desaparecieron, este libro llegue a mis manos cuando la casa, ciertamente, es un monstruo a dominar.
Puedo decir también, que los relatos de Cecilia Pavón me sorprenden todo el tiempo. Primero como una bocanada de aire fresco, de salida a cielo abierto que no se puede clasificar, porque si algo tiene este libro, es rebeldía. No se adapta a las formas que se esperan de un cuento, de un ensayo, o de una crónica autobiográfica. A lo largo de todos sus párrafos hay una prosa a la que no le interesa aparentar nada: se muestra, desnuda en la belleza del contar cuando se mira con amor una escultura que le hizo su hijo de ocho años, y así es como cada texto a medida que avanza, se mueve en formas de luz y de sombra:
“Cualquier escritura que no vaya hacia el amor se chocará contra una pared o contra cualquier cosa dura, como ese tren en la estación de Once que una vez no pudo frenar”.
Siempre agradezco la particular interferencia que suele hacer la poesía cuando aparece como un estacato en una narrativa despojada de fuegos artificiales, porque abre puertas y ventanas, deja pasar el aire de julio que aunque frío, está lleno de vida, como cuando la escritora pregunta si hay alguien escribiendo un poema en este preciso momento y trata de imaginar a las personas que están haciendo lo mismo que ella, que es tratar de escribir uno, y así sin más, la magia aparece, porque es casi como latir a la par de su literatura, del movimiento de sus teclas, de sabernos todos vivos en un mismo instante.
Hace unos días, la escritora Claudia Aboaf, hablando del confinamiento, decía que para escribir necesitaba salir al jardín y mirar lejos, porque el encierro nos vuelve la mirada corta, nos deja la distancia breve entre los ojos y la pantalla extinguiendo de a poco la capacidad de imaginar. No pude evitar hacer la conexión con este libro, porque Cecilia Pavón, mira allá a donde el horizonte se pierde, para después girar la cabeza, agarrar su libreta y ponerse a escribir arriba del colectivo en pleno centro:
“Y de repente, pasó algo genial. Nuevamente, la iluminación se abre paso en el aire del microcentro y vuelvo a sentir que la literatura es oráculo sobre oráculo, como si cada frase que escribo fuera una cadena de un material irrompible con eslabones que son pequeñas premoniciones que terminan por confirmarse”
En definitiva, Todos los cuadros que tiré, es como caminar al lado de una persona que observa el movimiento de las cosas de una manera diferente, y, mientras vas a paso distraído a su lado, te mira y te dice: “escribir es aceptar el desgaste de los objetos, la poesía es como el óxido; manchas de una naranja imposible, que lentamente van corroyendo la columna vertebral de una vida” y entonces algo cambia, la luz de la tarde, el edificio de enfrente, la mujer a la que se le cae la fruta de la bolsa y se transforma todo en una dimensión diferente, colmada de sentido y de mirada larga, allá a donde el arcoíris en medio de una tarde gris nunca se termine.
Todos los cuadros que tiré (2020)
Autora: Cecilia Pavón
Editorial: Eterna Cadencia
Género: cuento
Complemento circunstancial musical: