Por Joaquín Correa
“Éxtasis y terror” es la frase que, como ritornello, definición obsesiva o máxima de una ética de vida en los límites, se repite a lo largo de Ana, la niña austral, primera novela de Esteban Prado. Miniatura preciosa e inclasificable, el texto podría leerse como una road movie donde no sólo los personajes transitan las rutas argentinas sino también donde la escritura va y viene por las más diversas tipologías genéricas –desde la ciencia ficción hasta el terror- para dotar a la narración de un ritmo conciso y abrupto que se lleva puesto todo lo que se le cruza en ese camino.
Un cuadro de Marilyn cubierto de sangre sobre una pared resquebrajada abre Ana. Especie de punto fijo que Matías, el protagonista y narrador, señalará una y otra vez para intentar disponer algún punto fijo y seguro de eso que está pasando y nunca llega a comprender del todo. En algún momento cercano al comienzo del texto, Ana llegó a su vida para cambiarla de raíz. Ana, la niña austral, parte de un linaje extranjero y extraño de mujeres que debe llevar a cabo una serie de etapas para cumplir con lo predispuesto en algún lugar del mundo por los hiperbóreos para la continuación de la vida o su desastre. En ese plan entra a los ponchazos Matías y su vida se trasformará en un rosario de asesinatos, sacrificios, amor y viajes a lo largo de un año. Nosotros asistiremos a esa bacanal. Ese es uno de los méritos del texto: la inmersión desaforada del lector en la violencia de los acontecimientos.
El otro mérito es el ritmo de la narración y su disposición en una secuencia de postales que aumentan el vértigo de la acción. La literatura de género, sea terror, ciencia ficción o erótica, escasa fortuna receptiva ha tenido en nuestro país. Sus lectores conforman pequeños círculos cerrados que rozan el fanatismo de cualquier secta de iniciados -o al menos esa puede ser su imagen tópica y típica. Esteban Prado, gracias a la vorágine de su escritura y a la torsión particular que supo darle a la novela de personajes, da por tierra con esos prejuicios entregando una voz que se sostiene por sí sola en su fuerza y potencia. Los lectores de género, agradecidos; los otros, también, por abrir las puertas de la percepción que barre con los prejuicios de lectura.
En cierta medida, todo esto es generado por la elección del narrador y la “zona de ambigüedad” donde Prado sitúa su relato. Matías no llega a comprender nunca del todo lo que pasa y está constantemente intentando deducir la oscura trama de los hechos e insistiéndole a su compañera de ruta y delirio, Ana, para que le explique adónde los lleva ese camino. Así también nosotros vamos entendiendo un poco, al tiempo que la extraña y tal vez milenaria mente de Ana va desgajando fragmentos de una memoria que se configura en la intersección del pasado y el futuro, es decir, en el terreno de la profecía, cuyos tiempos no son los nuestros. O sí. En esos raptos del trance es donde va emergiendo a la luz la historia de los hiperbóreos y de Joaquim, el hombre que ha esperado una eternidad para modificar el orden del mundo y para que, luego e inmediatamente, todo siga igual, pero diferente. Los dos planos se superponen y es ahí donde el vértigo aumenta. La novela de Prado, como podemos comprender ahora, se asienta sobre un trabajado mecanismo narrativo.
La ruta que emprenden Ana y Matias no deja nada en pie en ese reguero de sangre que se dibuja en su recorrido. En ese goteo, sin embargo, descubrimos una ética de vida basada en el afecto, en el contacto. El amor es la solución de continuidad, el poxipol que pega la vida de Matías a la de Ana y que, entre la confianza y el arrojo ciego, los mantiene juntos. Podría argumentarse que no, que no es el amor sino aquel plan que ha dispuesto el devenir de la vida de todos los involucrados en la trama apocalíptica del fin de los tiempos, pero estaríamos equivocados. Varios son los blancos de absoluta consciencia de Matías en aquel raid y sin embargo no escapa, no se aleja de Ana. Primero el amor; último, el amor. Si Ana persigue una anagnórisis particular, Matías también. Y el amor marca ese vía crucis vital, porque es en él y por él que se configura el contacto de todas esas vidas arrojadas a la acción.
La aventura sobre la que se asienta Ana, la niña austral es una interpelación de la escritura a la lectura y viceversa. Como si dijera: todo empieza y termina allí donde hay, hubo y habrá contacto. Y contacto es afecto. Matías duda, Ana confía. En el continuum de esos extremos se dibuja el extenso mapa de la república Argentina recorrido por el círculo de éxtasis y terror que signó el encuentro amoroso de Matías, Ana y la hija de ellos, Ema. No hay sino caos y nomadismo en ese abandono. Eso y no otra cosa le exigimos a la mejor literatura. Esteban Prado estuvo a la altura del desafío.
Ana, la niña austral (20015)
Autor: Esteban Prado
Editorial: Letra Svdaca
Género: novela