Por Adrián Ferrero
La poesía de la escritora brasileña Adélia Prado (Dinópolis, 1935) nos pone frente a complejos asuntos sobre los cuales la teoría (no solo la feminista) viene disertando hace tiempo pero que evidentemente solo la poesía tiene la llave para enunciar desde un lugar de incertidumbre pero también de mayor claridad y síntesis.
Porque, por ejemplo, que una autora enuncie: “Cuando escribo soy un hombre”, viene a afirmar un enunciado en torno de un tema sobre el que han corrido ríos de tinta y ha habido disputas sistemáticas por lo menos durante durante buena parte del siglo XX y naturalmente del XXI.
Hay una batalla en torno del género en la escritura y batallas por el poder de decir sobre las que en lugar de disputar abiertamente Adélia Prado toma partido en una política del texto. Puede que ella en tanto que escritora no formada en la teoría ignore su sustrato más libresco. No obstante, sí está claro que lo ha sabido captar de modo acabado como asunto que se presenta a toda mujer que se sienta a escribir en la sociedad contemporánea y capturar como núcleo sémico. Escribir siendo mujer en primera persona pero afirmando que se lo hace como varón supone adoptar una posición bastante escandalosa frente al poder (y frente al lenguaje) que no es la de renegar del cuerpo (porque su cuerpo brilla, sensual, en cada verso) sino negarse a ser una voz mutilada. Así, el verbo de Prado será ejercido mediante el tráfico de un permanente contrabando que le imprimirá una flexión a la palabra haciéndola salirse quicio según los patrones según los que ha sido codificada por el sistema patriarcal desde sus orígenes. Esa suerte de fuego que emana de los poemas de Adélia Prado es el permiso que ella misma se da (y no pide) para sentir, sentirse y gozar. De su cuerpo, del cuerpo del varón pero también del mundo y de ciertos recuerdos recuperados de una manera y no de otras. Porque los vínculos familiares son importantes en este libro, especialmente los vinculados a su padres. Pero también está el poder de expresar los estallidos del sentido y enunciarlos. El dogma católico con sus emblemas serán su perfecta coartada.
La poesía de Adélia Prado propone entonces una economía de la disidencia pero también del deseo. La mujer se apodera del deseo para ponerlo en acción. Esa ejecución del deseo desde el lenguaje es una desobediencia porque sabemos que decirlo es ya haberlo hecho o estar habilitada para pasar al acto. Decir, nos lo han hecho saber los estudios del discurso, es hacer. El deseo de lenguaje y el deseo del cuerpo, que en un punto son el mismo se entremezclan. En efecto, los significantes, la zona material, la más sensible de la lengua cuando mediante la escritura se transforman en poema recuperan ese hervidero de pasiones que puede palparse como a la mujer. Pronunciar el deseo desde una perspectiva elaborada en la que se percibe un trabajo fino que no se abandona a la espontaneidad pero tampoco se deja arrinconar por el verso contenido. Se trata de una combinación infrecuente en la poesía que en su singularidad la poeta en una suerte de lengua poética en erupción sin embargo no deja de cuidarla. La pasión de la lengua literaria ha sido perfectamente tamizada por un escrupuloso trabajo de escritura y reescrituras.
Hay también otras negociaciones. Porque acatando el nombre del Padre (esto es, actuando de modo irreprochable, venerando), sin embargo sus licencias son potentes. Y cuando dice “Escribir para mí es una religión”, refuerza tónicamente ese significado. Como si para ella el dogma de fe consistiera precisamente en desarmarlo, en desarticularlo, en hacerlo decir lo que ella quiere y no lo que él le manda decir. En ese sentido Prado mantiene una permanente pulseada con el poder por detentar la palabra. Se muestra como una poeta de un altísimo nivel de corrosión a la que somete a los signos. Por otra parte, acata el dogma en tanto con el cuerpo lo niega, porque es cuerpo en su vertiente más profana. Esta convergencia entre lo místico y un cuerpo que adopta matices paganos recuerda a las Ménades de la Antigüedad Clásica griegas. Danzaban en trance producto del éxtasis místico por la divinidad. Algo no idéntico pero que sí guarda un cierto aire de familia remite con el yo lírico que suele habitar los poemas de Adélia Prado. Me refiero a ese baile extático de esas mujeres durante el rito de Dionisos en la festividad de las Dionisíacas. El dios pagano oriundo de Asia Menor.
La cultura brasileña, lo sabemos, contiene antecedentes africanos por herencia étnico/racial pero también sobre todo cultural que se han preservado, mestizadas y, simultáneamente, siguiendo un sinuoso camino hasta conformar su propio universo cultural. Sería interesante al respecto que algún experto de ese campo cotejara qué de estos lazos tribales se ha mantenido en una eventual relación entre lo corporal, los ritos y la palabra que puedan vislumbrarse en relación con la poética de Prado.
En torno del desdoblamiento de género al momento de la escritura pueden arriesgarse algunas hipótesis provisorias de lectura. Su trabajo en el teatro (según lo adelanta José Ioskyn en su informado prólogo) diría yo que la vincula con la identidad y las máscaras. Primer punto. La dirección actoral más aún, acentúa este dominio en torno de la posibilidad de hablar la alteridad desde una identidad. El desdoblamiento de un sujeto (mujer o varón) que el teatro admite. Y actuar un poema no es tan solo ser otro u otra en el poema sino que el yo lírico construido por la poeta proclamado voz masculina mediante la operación de una revuelta reniega de un género convencionalmente sumiso: o sometido a un silencio histórico así como a un lenguaje endeble además de sin tradición ni referentes demasiado profusos si lo comparamos con los masculinos. Mucho se ha avanzado en tal sentido. Pero mucho prosigue como desde la fundación de los orígenes del sistema. El de Prado, es en cambio un lenguaje festivo, expresivo y afirmativo.
Hacer de la palabra una religión no solo es hacer de la poesía un sacerdocio (no casto, precisamente, en su caso). Es literalmente consagrarse a ella. Encarnarse en ella. Ofrendar un cuerpo para que sea el lugar en el que, una vez más, se alojen el goce y el dogma. Pero si el dogma se aloja en un cuerpo sensual nuevamente el cuerpo de la mujer se politiza hasta límites disolutorios. De dogma de fe, esto es, de norma no discutible, se transforma en poema, cambiando de signo. En eso consiste trazar con los signos una operación que invierte los términos.
Dudo mucho que la poesía de Adélia Prado sea anti intelectual como se postula. Considero que, como dije, demasiados y contundentes asuntos teóricos están cifrados en este libro así como el modo en que ella los resuelve según una poética del uso de la lengua. Del mismo modo, irrumpen en su poética implícitamente muchos otros. Su escritura tiene un movimiento, un musicalidad en la que (dice Ioskyn) los coloquialismos se mezclan con los arcaísmos. Y se percibe una suerte de baile probablemente asociado a la festividad. El contacto entre los cuerpos es fogoso sin ser demasiado explícito.
Y tampoco podría predicar de Adélia Prado que se trata de una poeta naïve teniendo en cuenta lo que Ioskyn cita como “su sagrada trinidad” (también acudiendo esta vez él a una expresión mística): Clarice Lispector, Carlos Drummond de Andrade y Joao Guimaraes Rosa. Se trata de un sistema de lecturas que por donde se lo mire, cierra. Se trata de nombres de autores de quienes se puede decir cualquier cosa menos que no se hayan introducido en formas renovadoras de la narratología, de la poética, de la economía de la representación, de formas de dar cuenta mediante la gramática y de formas de subjetividades complejas. También de articulaciones entre lo literario y lo social de modo incuestionable. Pero también se trata de poéticas de naturaleza universalista, que exceden ampliamente lo regional. Tras la búsqueda sin embargo de una lengua privada (¿o de una extranjería, como quiere Deleuze?), estos tres escritores han sido identidades tensas para su época en Brasil, pero no solo allí. Gozan de una amplia reputación en el mundo entero. Únicamente han admitido constituirse en estilos y erigirse por prepotencia de escritura en poéticas fundantes.
De modo que si bien Adélia Prado no es una erudita o no proviene de una familia letrada, eso no es sinónimo de ser meramente una intuitiva. Diera toda la impresión de que ha reflexionado en profundidad acerca de todo lo que rodea a lo que supone la enunciación y los enunciados en poesía. La voz y las voces. De que tiene lecturas a fondo. Lo pasional está deliberadamente trabajado para evitar que engorrosas disquisiciones librescas neutralicen esas mismas intensidades cuyas atmósferas aspira a que se apoderen del poema de manera radical.
Adélia Prado es desafiante: “Cuando escribo soy un hombre”, ratifica. Esto es: cuando escribo soy el que tiene el poder siendo su dominada. Usurpo el lugar de quien me ha silenciado. No admite la ventriloquia ni tampoco la heterodesignación. El discurso entonces se carga de múltiples resonancias y repercusiones. Evoca no por casualidad a Santa Teresa, otra figura poderosa desde una política de la lengua que también proviene de la cosmovisión católica. Y de un cuerpo con espasmos y éxtasis, lo que tiene su correlato plástico, como se recordará, de una dramaticidad fastuosa.
El punto en en Adélia Prado es la pasión. Es indómita, es salvaje, es transgresora, subvierte y revierte los códigos entre habla coloquial y habla del discurso dogmático (el poder del varón, el dogma es unívoco porque la Iglesia es una institución patriarcal por excelencia). Prado desarticula el discurso monológico y lo hace enloquecer como una mujer en trance que baila una danza fuera de control. Violar la norma inscripta en el lenguaje siempre trae aparejado un costo. Prado tramita un duna bruja, no es una hereje. Es una mujer que profesa el catolicismo que moderadamente insubordina los signos y se muestra con una sensualidad y hasta un erotismo que sin llegar a un voltaje electrizante sí sacuden de manera incuestionable a quien la lea. La poesía de Prado es corporal. No caben dudas de eso. Quien la lee percibe el modo como su cuerpo sufre alteraciones a lo largo de la lectura. El cuerpo y las percepciones físicas no pueden permanecer ajenos a su impacto, que se acusa de modo tembloroso y excitante.
Prado simultáneamente toma partido por el matrimonio monógamo y por el deseo hacia el varón. Otra coartada. Eso desordena más aún ese varón que previsiblemente esperaba encontrarse con una cualquiera o bien una enemiga. Porque justamente no le llega el repudio sino la bienvenida y el placer físico desatado por parte del yo lírico femenino. Al varón se lo desea pero se habla en el poema en su nombre. Se lo engulle, se lo posee y se lo pronuncia. Las voces de los varones se escuchan por mediación de Prado. La voz del varón es traducida por Prado, como si el varón si fuera el varón el que hablara una lengua ajena o sucia e hiciera falta limpiarla. Adélia Prado pertenece a la genealogía de las poetas del desacuerdo. Y, en este sentido y en muchos otros, es de las que pone en juego sus astucias. El Prólogo de José Ioskyn con características de estudio preliminar denota conocimiento de su poesía (de la cual se realiza en esta compilación una selección de ocho libros). Ubica su producción en el panorama las grandes líneas de la poética de Brasil contemporáneas a Prado que dialogan con su producción, define su singularidad, aporta datos biográficos interesantes y hasta curiosos que la inscriben en una cierta tradición de creadores de ese país y, por último, nos pone al tanto de la ideología literaria de la autora. Respecto de la traducción, si bien no soy conocedor del portugués ni traductólogo, fue realizada por un excelente poeta sensible también al lenguaje. Todo lo cual vuelve a este libro impecable en su lectura. No se advierten malas terminaciones, una gramática que pueda desfavorecerlo o bien desprolijidad de ninguna naturaleza. Se trata de una trabajo serio y cuidado. Tampoco en la edición, que es bilingüe, circunstancia por cierto feliz. Por otra parte, el desarrollo del proyecto contó con la supervisión del docente universitario de la Universidad Nacional de La Plata Antonio Lomeu, oriundo de Río de Janeiro. Un libro fundamental para comprender la buena poesía contemporánea en general, una de sus tendencias más renovadoras con un proyecto consolidado en América Latina y en particular a una de las voces brasileñas más sobresalientes en actividad mediante una muestra representativa y ordenada en orden cronológico de su producción.
Poesía reunida (2019)
Autora: Adélia Prado
Traducción directa del portugués de José Ioskyn
Editorial: Griselda García Editora
Complemento circunstancial musical: