Por María Pía Cibrián
Hace un par de meses me compré el juego The Last of Us. Estaba de oferta. No sé por qué lo compré, siempre fui malísima para los juegos de survival-horror, no puedo quedarme viva más de cinco minutos. Otra cosa en la que apesto es en seguir series que tratan sobre apocalipsis varios de bichos, virus, zombis, gente salame. Apesto porque tengo problemas de ansiedad y porque me molesta tener que seguir algo durante veintitrés temporadas para no saber por qué hay bichos, virus, zombis, gente salame. Es más, la última vez que me enganché con algo así fue un anime cortito sobre cuatro colegialas con un grave faltante de caramelos en el frasco que me indignó porque al final el perrito de las chicas se vuelve zombi. No contentos con eso, lo salvan con una vacuna, se cura por tres segundos y, tras un agradecido “guau”, se muere. Los japoneses sin corazón mataron al perrito. Ni Takashi Miike es tan mala persona.
Sí, ya sé, a nadie le importa lo que miro o dejo de mirar y si sigo llorando por el perrito muerto. La cuestión importantísima acá es que Sebastián Elesgaray logró con Tierra de nadie lo que no logró Fox ni la PS3 y eso fue no bajarme de la historia a mitad de camino. ¡Sí, en la mano tengo algo con un final! Con una narración dinámica y muy prolija, Sebastián nos mete en la cabeza desencajada de toda esta gente que se encuentra con una invasión de alimañas espantosas acá cerquita en La Plata, donde convergen los destinos de varios sobrevivientes y sus circunstancias particulares que, como se imaginarán, se ven interrumpidas por este asuntito de los visitantes inesperados y sanguinarios que cazan humanos sin piedad.
En este heterogéneo grupo se encuentran personajes conocidos por todos los lectores de historias de aventuras fantásticas y similares: Darío, el líder nato que no sabe bien si quiere serlo (él le tiene miedo al fracaso, no a la muerte);Mariano, el nuevo compinche que además de acompañar hace de conciencia y soporte pero no se queda atrás en valentía; José, el garca que querés ver muerto desde la primera página, un ser que hace que esos pokemones del infierno no te den tanto asco porque en el fondo sabés que en tu vida te cruzaste y te vas a seguir cruzando con muchos de esos especímenes, sin embargo las bestias, bueno, las bestias son ficción. Debo confesar que una de las cosas más tentadoras del libro fue fantasear morbosamente con este tipo ensartado en alguna reja como un brochette que quedó en la mesa bajo el sol del mediodía y no querés ni agarrar para bajonear. De más está decir que este relato tiene varios personajes más y cada uno tiene su encanto. Por ejemplo Sergio, quien oficia de médico y putea de lo lindo, se va a ganar el corazón de todos.
Otra de las tantas cosas interesantes que se pueden apreciar es que los protagonistas de la historia logran una nueva cotidianeidad que reemplaza la que quedó paralizada en algún momento atrás por culpa de la catástrofe. Mientras algunos lo naturalizan tanto que llegan a desdoblarse, otros son espectadores absortos del cambio de actitud necesario ante lo desconocido, ante la necesidad de seguir vivos. Las ganas de vivir conviven a sopapos con la culpa por sentirse cobardes, por priorizar el escapo y no haber podido salvar más gente. Y gracias a lo espontáneo del relato, uno hace el mismo proceso mientras lee, y llega a pensar que tranquilamente podría tener esos diálogos:
—No ves tele, no ves películas, no leés. ¿Qué hacés?
—Por ahora sobrevivo, así que no hinches las bolas.
Para cerrar no quiero dejar de destacar que el autor no se ahorra las imágenes visuales grotescas, paseándonos por toda una vasta paleta sanguinolenta desde el brillante chorro de sangre roja hasta el violeta descompuesto medioduro-pasa-de-uva que decora el pavimento hace días. Y no solo de excelentes imágenes visuales se compone esta novela. La claustrofobia en un baño de la facultad con monstruos respirándote casi encima se siente real, “Darío se sentía como si le estuvieran frotando lija por toda la cabeza”. Qué sensación jodida. Y qué jodidos estos bichos que vinieron a invadir en verano. A medida que pasan los días de ese enero calurosísimo que todos conocemos, vas sintiendo el olor a tierra, a sudor, a podrido. Sentís la boca pastosa, el hambre, hasta las ganas de dejar pasar una gaseosa tibia porque preferís morirte de sed antes que tomar ese jarabe.
Pienso que Tierra de nadie no solo es un libro para leer, también es un libro para regalarle a algún conocido lector que se jacte de haber leído todo tipo de historias similares “de afuera”. Porque acá también tenemos nuestros apocalipsis y vale la pena que estas obras formen parte del kit de supervivencia.
Título: Tierra de nadie
Autor: Sebastián Elesgaray
Editorial: Ediciones B (Block) (2014)
Género: Ciencia Ficción