Por Joaquín Cruzalegui
Una poesía árabe reza que la muerte es otro nacimiento, es retorno, arena y piedritas en la playa, niebla. Lo mismo se puede pensar de los sueños, dormir es otro despertar, es retorno a lo primitivo desde la vida real.
La narración de los sueños es un ejercicio que nutre a una memoria secreta, fruto del inconsciente tan filoso como intrincado y, de una forma u otra, genera una contradicción: proclama expresamente desde diversas ópticas los deseos y pulsiones más profundas. Se presenta todo tan distorsionado y matizado, sobre el plano de lo narrado, que lo evocado se vuelve hacia nosotros en forma de confesión (el contenido del sueño manifiesto y los pensamientos de sueño latente se entrecruzan para crear un paisaje onírico sin tiempo ni espacio, simplemente hermoso, terrible y alucinado). ¿Realmente hay un límite entre la vida real y los sueños?
Gustavo Di Pace encara estas preguntas multiplicándose, reproduciendo un yo constante por desmembramiento. Una vez más, la noche se hace tinta y la hermosura de la oscuridad reluce. Su tercer libro de cuentos, «El chico del ataúd» (Alción Editora, 2014) traza vectores dentro de las dicotomías vida-muerte, sueño-vigilia buscando construir puentes tan caóticos como universales en la literatura, donde la realidad y lo «otro» son conceptos difusos (se encuentran más de una vez y es complicado distinguir, desde una posición dialéctica, que camino se está transitando). Lo mejor de todo es que no importa. El autor se sumerge, con una prosa que se desenvuelve rítmicamente, al intenso ritual de digerirse a sí mismo.
El «inconsciente líquido» se derrama sobre la obra y deja al descubierto relatos que generan imágenes que parecen no conocer límites; el trabajo gris que conspira con el raciocinio auto-psicopático para retratar una escena laboral entre un eviscerador y un forense en «Dios guarde a Vuestra Señoría» donde la vida es muerte y la muerte también es muerte; la vorágine vertiginosa en la piel de un cana con pasado de chorro que en «Persecuciones» entierra de un tiro, y al pie del Obelisco, sus fantasmas recurrentes.
Una melancolía infantil tiñe la escritura del autor, de forma lúdica le pone voz en doble vía (porteña romántica y existencialista) al protagonista del cuento que titula el libro: «El chico del ataúd» recorre tramos despierto y otros dormido jugando con el peso de la conciencia (tocando timbre casi perdido con su padre en un llamativo transporte, la paternidad propia lo transforma en un guía) -viajando desde su Wilde originario hacia el Barrio Chino y una ciudad ideal soñada por su amigo trotamundos- oscilando entre pasajes de locura, deseo prohibido, y vida cotidiana para terminar dándose cuenta que «el ciclo, el todopoderoso, se cumplía.»
La realidad se vuelve sueños, y como poniendo a prueba la racionalidad, los sueños se manifiestan en la vida. Es imposible saber en que momento se cierran los ojos o en que momento comienzan a abrirse, la agudeza de la percepción se vuelve borrosa casi al punto de ser humo. Y todo se trata de eso, la vida real -y la que la sostiene- están siempre ahí, como prólogo y epílogo de lo desconocido, pequeños instantes de eternidad como arena y piedritas en la playa.
El chico de atúd (2014)
Autor: Gustavo Di Pace
Editorial: Alción
Género: cuento