Por Joaquín Correa
Dos mil doscientos ochenta y uno de Agustina Catalano está dividido en dos partes. Dos fragmentos de fotografías funcionan a modo de separador. En la primera, la cabeza de una niña apenas sale del agua, los pelos en la cara, los ojos cerrados. En la segunda, una mano extendida y recortada se ve en el borde derecho, cuyo gesto parece ser un llamado, respondido desde el fondo de la imagen por otra chica que se predispone al socorro. Podemos aventurar que son escenas veraniegas y familiares, de hermanas y vacaciones. Podemos, también, intuir algunos sentimientos. De algún modo, las preguntas que marcan el tono del texto y la fuerte presencia del miedo, la incertidumbre y la inseguridad están en esas tomas fotográficas.
Algo arbitrarios, atribuiríamos, a la primera parte, un acento en la nueva vida que promete toda mudanza y, a la segunda, los claroscuros de la convivencia amorosa. En ambas, los fantasmas. Fantasmas de los que vivieron antes y de los que vivirán después, fantasmas en las voces de los vecinos, fantasmas del amor, presente y futuro: en toda nueva casa están los rastros del pasado y sus habitantes son los arqueólogos de lo cotidiano. Hemos heredado del gótico el miedo a la pervivencia del pasado en el presente, ya sea en viejas casas europeas o en las enmarañadas regiones sudamericanas. Los cambios que se van escribiendo en las dos partes del texto tienen algo de eso, sí, pero también otra cosa: la escritura de Catalano es sencilla, sin demasiadas sofisticaciones, su tono no es el del miedo que tantas veces aparece nombrado. Y esa fuerza le permite escapar del encierro genérico: Dos mil doscientos ochenta y uno no es una reunión de poemas en prosa, no es un diario de los cambios, no es la exploración naif del gótico. Es el registro atento de las variaciones de la sombra del día a día, la indagación de las posibilidades del con-vivir junto: es ahí que debemos rastrear tanto el miedo como la felicidad, en ese registro obsesivo y dubitativo de las modulaciones de lo habitual..
Algunos de los protagonistas de estas instantáneas sólo se manifiestan por intermediarios: la casa, por sus manchas de humedad y sus ruidos; la pareja vecina, por sus voces. Todo repercute en la escritura como en una caja de resonancia: el miedo aparece, el tono se acelera, el invierno se acerca. “Siempre tuve miedo. Los niños que viven cerca del río desarrollan otra personalidad. ¿Menos miedo? ¿Menos desamparo? No sé”: la pregunta que ronda el ambiente sería ¿cómo es o puede llegar a ser la vida de los otros? O, tal vez y mejor dicho: ¿cuáles son las posibilidades de mi propia vida? En cierto sentido, y siguiendo una extraña lógica, Agustina Catalano lleva la escritura a los límites de la imaginación de los mundos posibles y en esa escritura puede encontrarse su autobiografía, desde el miedo y hacia la felicidad: “En el futuro quiero tantas cosas. ¿Y las personas que antes vivían acá? ¿Alguien habrá sido feliz en ella [la casa]? ¿Yo voy a ser feliz?”. La escritura es el único suelo firme de la nueva vida en la casa de Dos mil doscientos ochenta y uno.
Entre los umbrales del miedo, la incertidumbre y la felicidad, lentamente pero con seguridad, va apareciendo el elemento que los reúne, los oblitera y lleva todo hacia otro terreno. Como en aquellas viejas películas en que el mar avanza sobre la ciudad hasta dejar detrás de sí sólo muerte y devastación, el mar llega a la casa por medio de metáforas de los últimos tiempos y va tomando cada vez mayor realidad. La vida es supervivencia y el amor, lo último que queda: “Es como si ahora nos tiraran en el fondo del mar a los dos y todo dependiera de mí. Yo voy a hacer que flotemos, voy a hacer que nos salvemos porque soy la única de los dos que es consciente de lo que eso significa”. Los miedos ya no pertenecen sólo a quien lleva este registro: también a la pareja: “porque somos dos personas distintas en el medio del mar que se van a ahogar en cualquier momento”. Porque la indivisibilidad e indistinción es el fin de la pareja, la perdida en el mar del otro. O, al menos, hasta cierto momento: “Pero está bien porque ese es el fin último de todas las parejas: hacer que el otro no exista más y se asimile a nosotros hasta que podamos volver desde el mar a la orilla sin sentir lástima de que la otra persona nos sepa nadar”.
Desde la llegada a la nueva casa hasta el conocimiento progresivo de la otra persona que el amor ha transformado en compañía, Dos mil doscientos ochenta y uno va dibujando el diseño de los miedos y alegrías de nuestros contemporáneos. Mientras tanto, ruido de fondo, el mar siempre ahí, amenazante y amigo: “Crecimos cerca del mar. Es nuestra casa, vamos hacia ahí. Alejarse es como dejar de respirar. (…) Estaría bien que tomemos una ola para entretenernos e intentar volver. ¿Vamos?”. Ahogarse en él es ahogarse en los sentimientos de los últimos tiempos: “Voy a pedir que nosotros seamos la única pareja en el mundo que no termina mal o se convierte en algo horrible”. Ahogarse en él es ya estar más allá de los miedos, para llegar sobrevivir en esos pantanos que son el amor y la escritura.
Dos mil doscientos ochenta y uno (2014)
Autor: Agustina Catalano
Editorial: La Bola Editorial
Género: poesía
Realmente me impactaron tus relatos Agustina, me gusta esa sensibilidad para transmitir emociones comunes y a la vez muy particulares…
Mientras hacia una fila para entrar a ver una obra de teatro tomó éste libro y habrá al azar una página me encuentro con un relato que describe mi situación en ese momento. Habla de las peleas y las rupturas en la pareja. Tocó el hombro de.mi compañero para.que lea la coincidencia, a la que él responde con una cara de sobrante. Inspiradoras páginas leí esta noche.