Por Matías Pailos
Los años felices es una novela larga y sentimental, rigurosamente expurgada de todo elemento fantástico, en la que Sebastián Robles –El Autor- exorciza con una mano fantasmas de La Década Infame (A.K.A. “Los Años Noventa”), mientras con la otra, munido de un churro proustiano al que hunde una y otra vez en el chocolate de la memoria, nos trae de vuelta la (falta de) experiencia, (el exceso de) las primeras veces, la confusión & la angustia & los horrores & los primeros pasos en la amistad y el amor de una vida adulta con la que se histeriquea irremediablemente. El misterio, entonces, es cómo hizo Robles para quedar atrapado en los deleites y afanes de “Las redes invisibles”, su segundo libro, sobre el que, si uno quiere empezar a darse una idea de cómo viene la mano, no es mala política borrar con el codo todo lo que llevamos leído del autor sobre juventud, soledad y un pasado reciente.
Las redes invisibles es el futuro. Uno negro, tirando a negrísimo. Pero el futuro no está escrito, y por tanto admite todas las posibilidades, aún las más desquiciadas, aun las que reescriben el pasado. Esto es lo que hace Robles a través de la arqueología de múltiples redes sociales insólitas, con ayuda de las cuales el autor hinca el diente en constantes ahistóricas de la condición humana –el miedo a la muerte en “Tod”, notable relato con el que abre el libro, o la curiosidad temeraria que aguijonea al narrador de “Hospital”, otro de los puntos altos del texto- o en las tendencias sociopolíticas del presente. Lo que nos lleva a otro rasgo importante del libro.
La ideología conservadora.
Acá, todo impulso noble de pensamiento progresista será castigado. Desde la defensa de los derechos de los animales (ver “Animalia”) a la inquietud por aliviar el sufrimiento de las desahuciados. No hay lugar para las almas bellas.
Si la exploración arqueológica de redes sociales anómalas (como señaló Mariano Canal en la presentación del libro, Las redes invisibles son historias del futuro cercano contadas desde un futuro que no lo es tanto, que mira a ese pasado –nuestro futuro- con estupor resignado) es el primer motor de la máquina de narrar de Robles, el pistón del libro, el tema y la excusa, el medio y el mensaje, son los géneros narrativos menores. En particular, el terror, el relato fantástico y su subgénero más popular: la ciencia ficción. La tecnología es la máscara con la que Robles se disfraza para contarnos historias que buscan matarnos de miedo y maravillarnos (y después matarnos de miedo. El terror es la máscara final de la fantasía). Pero la exhumación de restos no es solo ficticia. En el libro se recogen intervenciones e intercambios de los que hay millones en comentarios a posteos de todo tipo de red social, en los que la agresión y la confesión (ambas igualmente desproporcionadas) siempre están a flor de piel. (Los aciertos de Robles, en este punto, son múltiples e impensados. Desde logros gráficos como la transcripción de diálogos formados por comentarios en blogs -cada uno precedido por su correspondiente “X dijo…”-, hasta estilísticos, con “jaja”s insertados en medio de una oración, sin signos de puntuación que los amparen. Robles nos convence, sin necesidad de argumentar, de que hay una esencia de un tipo psicológico, informático y vincular captada en estos pasajes.) La sorpresa está en el tercer eje del libro. Porque si el relato fantástico estaba lejos de la memoria nostálgica onda “las cosas como fueron” que signan “Los años felices”, la metaliteratura directamente estaba fuera del radar.
Sí: dije “metaliteratura”.
No estoy hablando, sin embargo, de ese tipo de relato onanista que filtra una y otra vez el propio proceso de escritura en el relato hasta asegurarse de aburrir definitivamente al lector. Me refiero, nada más que a la literatura que habla de literatura. Las redes invisibles baja línea, en dos formatos: directo y sinuoso. El primero se ve claramente en “Balzac”, uno de los relatos más cortos y quizás más insatisfactorios, en el que Robles se despacha contra el realismo serio y encorsetado, desde el fresco social hasta el minimalismo de feria. “Balzac” es un chiste eficaz, pero no está a la altura del resto del libro. Robles lo hace mejor cuando prescinde de los atajos y opta por los recorridos enroscados. ¿Adónde va “Crítica”, por ejemplo, el cuento de largo aliento con el que cierra el libro? “Crítica” comparte con “Hospital” una doble característica, que, conjuntamente, constituyen una virtud literaria mayúscula: encandilar con el desconcierto. Robles, en este punto, se emparenta –quién hubiera dicho…- con Lynch. Uno no puede dejar de preguntarse (mientras no puede dejar de leer): ¿esto adónde va? Desde la distancia que otorga ya haberlo leído, mi mejor hipótesis es que enmascara una denuncia. ¿Por qué sobrevive en nosotros la memoria de A y no de Z, si ambos eran igualmente buenos (/malos)? La respuesta de Robles es tajante: porque solo uno de ellos era miembro del club social adecuado.
¿En qué se relaciona Las redes invisibles con Los años felices, entonces? Porque de lo dicho nada parece indicar que compartan autor. Para los lectores de ambos libros, sin embargo, no hay espacio para la duda. Lo que los uno es el fetiche de los críticos literarios nacidos y criados fuera de las redes sociales: la voz. El registro de Robles es doble: por un lado, ingenuo, llano, simplote. Por el otro, mordaz, cínico y cruel. El primero dice; el segundo, comenta de costado. El primero se expone. El segundo instiga a la multitud a burlarse del primero. La pregunta tonta es cuál es el verdadero Robles. La respuesta no solicitada (y un poquito más tonta aún) es: ambos, simultáneamente.
Las redes invisibles (2014)
Autor: Sebastián Robles
Editorial: Momofoku
Género: relatos