Por Silvina Gruppo
Tecnópolis. Encuentro de la palabra. En cada stand se agruparon algunas editoriales. En uno atendía el editor, en otro la escritora, en el de más allá un grupo de colegas que pasaron a tomar mate y se quedaron un rato a cuidar el kiosco. El cartel “atendido por sus dueños” no estaba en ningún lado, pero no era necesario, ya lo sabemos, cuando en este negocio se pone el acento en la calidad de lo que se ofrece y no en la velocidad de las ventas, las cosas se hacen a pulmón y con afecto. No encuentro mesas de novedades. El orgullo de las editoriales no es lo que recién sacaron del horno, sino el catálogo completo que fueron formando título a título. Y así se exhibían: todos juntos, todos al mismo tiempo, no era competencia sino mosaico contemporáneo.
Entre los libros que compro y leo, está Brasil de Paula Brecciaroli. Quiero ese, le señalo, y ella misma me lo alcanza del estante tratando de no ponerse colorada. No se lo hago fácil, le pido una firma y escribe “buen viaje a Brasil”. No puedo evitar que mi cabeza proyecte un estereotipo: las postales de la felicidad, la naturaleza exuberante, la playa, el calor, poca ropa, vacaciones, música y país vecino. Los lugares comunes me embaucan, en este libro no hay nada de eso. El capítulo inicial, sin embargo, me lleva de las narices. Al igual que el resto de la novela, está escrito en primera persona. Tiene humor, va rápido, se mueve en un traqueteo de frases cortas, cambia de tema, salta de la descripción a la asociación, de ahí a la conjetura y a las especulaciones.
Seguramente la chica que está sentada sobre las valijas querría viajar sola. Pero tiene tres hijos calcados a ella, que saltan de un lado a otro haciendo berrinches. No los calma con las golosinas. Si me subo primero corro el riesgo de que se sienten al lado mío. Si me subo última es posible que sólo quede el asiento al lado de ellos. Me voy a comprar una revista.
Si acaso descubro que la narradora es impaciente, ácida, a veces nerviosa y otras sumergida en la abulia, no es porque lo diga, sino porque se construye a imagen y semejanza de la forma particular del lenguaje que decide usar en cada momento.
La protagonista sube a un tren y yo me embarco sin freno en la lectura. De pronto el clima está enrarecido, estoy llena de tierra y veo a un nene que caga en un jarrito. No entiendo cómo llegamos hasta acá, qué pasa, ni a dónde vamos. La narradora tampoco. La alegría brasileña que suponía se me va volviendo amarga. ¿Acaso quería carnaval? Más vale que me olvide de los brillos, las maracas y las plumas. Lo único del carnaval que nos queda es su espíritu grotesco, corporal, su mundo del revés. “Se la pasa tirada en el asiento, viendo cómo las criaturas van y vienen del otro vagón, rascándose la cabeza y el culo. Están cada vez más sucios.” Estamos estancados en un tren y huelo en el aire un homenaje a “La autopista del Sur” de Cortázar. La diferencia es que este estancamiento, paradójicamente, no para de moverse, el tren avanza sin frenos hacia un destino incierto. El tiempo se estira, sólo puede medirse en los fragmentos de escritura de los capítulos, en los nuevos peligros que acechan y en los plazos de las necesidades fisiológicas de algunos personajes, aunque no de todos: hay un vagón en el que siempre duermen y hay otro lleno de gitanos que, tal vez por nómades, saben cómo sobrellevar el viaje y aún sacar tajada.
La novela entera podría funcionar como metáfora del duelo amoroso o de una vida pasiva y alienada. Recién entonces vuelvo a pensar en el título. Brecciaroli no mentía. Este tren invita a un viaje a Brasil y así nos interna en una distopía que, salvando las distancias de géneros y disciplinas, hace juego con aquel Brazil de Terry Gilliam.
Brasil (2011)
Autora: Paula Brecciaroli
Editorial: Conejos
Género: novela