Por Miguel Sardegna
Muerto el perro, la última novela de Carlos Salem, arranca con los ladridos lastimeros de Toby. En una semana Piedad cumplirá los cincuenta, y oír al perro le trae el recuerdo de Benito, que murió dentro de su BMW vuelto un amasijo de hierro prensado.
A Benito nunca le gustaron los boleros. Aprendelo de una vez, Piedad, le dijo una vez. Los refranes y los boleros siempre mienten. Y esto que parece una declaración inofensiva, tiene crueldad, porque el mundo de su mujer siempre se compuso de refranes y boleros.
Cuando le tocó morir a Benito la justicia poética lo alcanzó. Lo último que escuchó fue, precisamente, un bolero. Esperame en el cielo, le cantó Piedad. Esperame en el cielo, corazón / si es que te vas primero…
Ha pasado un mes de todo eso, un mes desde que Benito desairó a Piedad muriendo antes de que alcanzara el último verso de Machín, y lo que pareció un accidente se revela ahora como un asesinato. Piedad debe hacerse cargo de los negocios, asistiendo a las reuniones que Benito presidía en la Sala de Juntas. Alguien pronuncia la pablara “quiebra”, que ella no comprende. ¿Es alguna sigla financiera en inglés?, pregunta. Ruina, le explican, el grupo está en la ruina.
Se nos presenta a Piedad como a una mujer ingenua, de preocupaciones leves. De tanto en tanto, todavía llora por su patética vida. Acaban de matar a su marido y un matón la persigue, pero ella solo consigue preocuparse porque el vestido no la haga parecer una buscona.
Ese es el tono de la novela.
El mundo de Piedad se circunscribe a los boleros y refranes que aprendió de chica. Es incapaz de ejercer el pensamiento crítico, y sin embargo, al pasar, de tanto en tanto, puede mostrarnos un contrapunto entre Goethe y Wilde. Uno dijo: “Una vida ociosa es una muerte anticipada”. El otro, en cambio, sentenció: “El trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer”. Y con ellos llega Aristóteles, Jean de la Fontaine, Martin Luther King, Sartre. La tentación es ponerse a rescatar refranes. Subrayarlos, aprenderlos de memoria incluso. Como Piedad. Repetirlos con ella mientras descubre que las filiales en Rusia son una mentira. ¿Para que viajaba Benito tan seguido, entonces?, se pregunta con ingenuidad. Mujeres, queremos explicarle. Tenía mujeres allá, Piedad. Varias. Jóvenes y rusas.
Hasta que Piedad lo comprende todo.
Y Piedad ya no es Piedad, sino que es Otra.
Porque más que un crimen, esta es la historia de un renacimiento. Piedad renace.
La Piedad apagada, sin deseo, disfruta ahora de una excitación que no cede. La mujer que fue educada para sentirse sola y culpable, siempre esquivando el pecado, de pronto desea. Mientras cede a las tentaciones, se pregunta cuántas manos serán necesarias para cubrir los años de intemperie que le adeuda a su cuerpo. No, quizá no sea justo decir que Piedad cede a las tentaciones: Piedad va tras ellas, las provoca. Quiere conocer la vida que siempre evitó. Entregarse a todos los vicios, incluso matando.
Los cadáveres se amontonan, se multiplican las botellas de Southern Confort. Piedad debe desentrañar qué hizo su marido con la fortuna desaparecida, mientras intenta mantenerse con vida.
La nota biográfica dice que Carlos Salem nació en Buenos Aires, y que hace ya varios años reside en España. Ese cruce –o más bien, esa intersección–, le hace muy bien a su prosa. Porque Piedad, que conduce la acción, habla de cerillas y maleteros, pero también se deja seducir por un caballero argentino, fanático de Lanús y amante del Gancia, servido como solo podemos servirlo de este lado del mundo.
Muerto el perro (2015)
Autor: Carlos Salem
Editorial: Revólver
Género: novela