Por Maielis González Fernández
Fue mediante un ominoso intercambio de rehenes que pude obtener y luego leer Verde, la última novela de Ramiro Sanchiz publicada por la Editorial Fin de Siglo. Una amistad en común viajaría a Montevideo para participar en la Feria del Libro del país conosureño, por lo que Sanchiz y yo aprovechamos la ocasión para canjear una Deuda Temporal –la recién publicada antología de cuentos de ciencia ficción escritos por mujeres, que compilara Raúl Aguiar aquí en Cuba– y un número de la revista Upsalón de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, por un ejemplar de su novela y otro del ya mítico y totalmente indispensable libro de cuentos Colores peligrosos de Pablo Dobrinin. Se podría decir que fue un negocio justo.
No sé con certeza cómo ocurre en otros países de América Latina, pero en el mío, los resortes que mueven la armazón editorial parecieran haber sido diseñados por retorcidos mangakas steampunk, por lo que todo se mueve con la lentitud y la gracilidad de una maquinaria impulsada por vapor de agua. Tarde llegan al contexto cubano las novedades y, muchas veces, ni llegan. Así, aunque resulte ilógico dada la cercanía idiomática o cultural, los lectores consumen más y conocen mejor a autores norteamericanos y europeos contemporáneos –no hablaré ya de los autores del Boom latinoamericano, devenidos dioses tutelares para ciertas generaciones de lectores en este país– que a quienes escriben hoy en América Latina.
Sin embargo, siempre existen maneras de burlar este fatum y, justo es decirlo, los lectores cubanos nos hemos vuelto un poco especialistas en propiciarnos caminos alternativos para acceder a la información, las novedades y también los libros, por más que, en este sentido, «la maldita circunstancia del agua por todas partes» –como escribiera Virgilio Piñera– de veras conspire en el aislamiento y la dificultad de acceso. Siempre queda, no obstante, el amigo que viajó y trajo la maleta cargada de libros; al que se lo prestaron y se tomó el trabajo de escanear o fotografiar página por página; el que lo bajó en versión pirata de Internet o el que pudo aplicar un ominoso intercambio de rehenes, como el que hizo que Verde llegara a mis manos.
Quizás lo primero que salta a la vista al leer esta novela es su filiación lovecraftiana, y esta es una hipótesis que se corrobora sin mucha dificultad si se conoce mínimamente al autor que hay detrás de sus páginas, quien ha declarado ser, en varias ocasiones, un devoto de la obra y el pensamiento del escritor norteamericano. Quien leyera Verde no tardaría en realizar un vínculo, casi inconsciente, con ese espléndido relato de H.P. Lovecraft que es «El color que cayó del cielo». De hecho, esta reflexión es llevada a cabo por el propio protagonista, ahorrándonos parte del trabajo. El verde enfermizo y contaminante que aparece como un leitmotiv en la entrecortada y, muchas veces, bifurcada historia que nos cuenta en esta ocasión Federico Stahl, el personaje recurrente de las ficciones de Sanchiz –un alter ego descreído y perturbado del propio autor–, remite inevitablemente al color lovecraftiano de origen extraterrestre. Por lo que no sería del todo descabellado arriesgarnos a clasificar esta novela dentro de la categoría de «horror cósmico», si ello no implicara someterla a una camisa de fuerza y renunciar a las entrecortadas y, también, bifurcadas lecturas que este texto permite.
Por lo que, si bien estamos en presencia de una novela de horror, en tanto trata constantemente de inocular los insondables temores de su protagonista a los lectores, en ese juego desestabilizatorio entre lo real y lo imaginado, Verde es al mismo tiempo muchas otras cosas. Un seudo tratado de ufología. Una historia de universos paralelos. Un testimonio del efecto sobre el inconsciente del uso de psicotrópicos. Una alucinación conspiratoria. Una visión post-apocalíptica. Un recuerdo borroso y distorsionado de un verano en Pinamar.
Sin embargo, como cada lectura es un acto personalísimo, a pesar de las vecindades detectables con Lovecraft, con J.G. Ballard o, incluso, con Philip K. Dick, en el mapa de mis experiencias literarias se me antoja que esta novela de Ramiro Sanchiz ocupa una parcela intermedia entre La casa de hojas de Mark Z. Danielewski y El lugar de Mario Levrero; obras incómodas de enmarcar genéricamente y cuya interpretación recae, en buena medida, en el juicio y las vivencias del lector.
El tipo de miedo al que invoca Verde es un miedo en extremo racionalizado, meditado hasta el cansancio por su protagonista; un miedo más a aquello que ocurre al interior de la mente, que a algo externo y palpable. Llega a nosotros, los lectores, en un tono que me hace pensar muchísimo en el juego metaficcional, en la parodia ensayística que emplea Danielewski en su sui generis novela. Y es precisamente en el tono que comparten –no ya en el motivo del minotauro, por ejemplo, en el que ambos textos se regodean–, que Verde se desliga de la genealogía lovcraftiana para pasar a formar parte de una estirpe más contemporánea.
Estamos ante un texto que se apropia inteligentemente de los imaginarios culturales relativos a los ovnis, los encuentros cercanos de tercer tipo, las civilizaciones perdidas, y los aprovecha y recrea en un contexto novedoso. El Río de la Plata, la Amazonia, el entorno trash de ciertas páginas de Internet se convierten en escenarios legítimos para contar este tipo de historias. Una nostalgia ochentera embarga las páginas de esta novela y hace que la percibamos, quizás, más apegada a Stranger Things (la reciente serie de Netflix) que a los mitos de Chtulhu.
Hacia la segunda parte, ese énfasis racionalizador al que nos había acostumbrado el narrador se va diluyendo, y con él se debilita también nuestra certeza de lo que es la realidad dentro –y puede que también fuera– de la trama del libro. El absurdo va ganando terreno y es aquí donde es posible encontrar las concomitancias con el desconcertante edificio de El Lugar, si bien toda la novela parece estar plagada de episodios que Levrero no dudaría en catalogar de luminosos. El refugio –como lo es el laberíntico inmueble en la novela del uruguayo o la casa infernal de Will Navison en la obra del norteamericano– supone una fractura en la realidad y remite a una noción que, aunque distópica, alcanza resonancias míticas y cosmogónicas, dando lugar a una reflexión que nos incluye y nos sobrepasa como género.
Aunque es un ejercicio arriesgado este de pretender dilucidar cuáles son los rasgos de la narrativa más joven latinoamericana, me atrevería a decir que Verde reúne algunos de los ingredientes principales que utilizan muchos de los que narran hoy desde esta parte del mapa. La dilución de las fronteras entre lo realista y lo fantástico, el aprovechamiento de códigos y recursos de las llamadas literaturas menores, los juegos autoficcionales… Es esta una novela heterogénea, como heterogéneo es el panorama literario actual.
Para suerte de los lectores cubanos, el Fondo Editorial de la Casa de las Américas lanzará próximamente de este autor su novela El orden del mundo. La misma editorial en la pasada Feria Internacional del Libro de La Habana –que tuvo como país invitado de honor a la República Oriental del Uruguay– puso a disposición de los lectores la Antología de narrativa nueva/joven uruguaya, a cargo del propio Sanchiz. De modo que pareciera que se disipa la neblina y alcanzaremos a ver un poco más allá. Mientras, yo seguiré utilizando las vías alternativas para lograr que mi ejemplar de Verde llegue a la mayor cantidad de manos posibles, pues considero que Ramiro Sanchiz es una de las voces más interesantes y lúcidas de nuestro repertorio literario actual y su última novela es una muestra fidedigna de ello.
Verde (2016)
Autor: Ramiro Sanchiz
Editorial: Fin del Mundo
Género: novela