
Por Diego Ravenna
Nos dice Sonia Scarabelli en el primer poema de su libro Últimos veraneantes de febrero (Bajo la luna, 2020) que le gusta poetizar sobre pocas cosas, “el número no cierra ni para contar cinco: / la familia, los pájaros, las plantas, / algunos bichos más / y casi que ahí se queda / la preferencia por una lista corta”.
Sin embargo, a medida que nos adentramos en el poemario, lo que vemos es que esos “asuntos de una especie pequeña”, como ella misma las nombra, parecen ampliarse, desplegarse hasta adoptar otras formas. O más bien, como si fueran múltiples e innumerables variaciones de una misma cosa.
En sus poemas, entonces, la sensación no se limita a la forma ni se fija en ellas, sino que se arraiga en un movimiento perpetuo, como si se persiguiera el balanceo rumoroso de los sauces en el viento hasta que ya no hay sauce ni viento, porque se volvieron uno. Cualquier intento de representación está por ello destinado al fracaso, porque lo real siempre se nos escapa ya que “el mundo se reparte en miles / de pequeños pedazos, trocitos de visión / instantes luminosos, parpadeos”.
En los poemas de Scarabelli hay un trasvasamiento de todas las cosas. Pero para que todo asuma su metamorfosis hay que estar dispuestos a dejar atrás lo que fue, lo que es. A no aferrarse a nada fijo. Como si nos dijera que la pérdida es en realidad el requisito para acceder al exceso de la materia. Solo así, los trastos viejos, olvidados, se van volviendo parte del paisaje; el sol evapora la tormenta para transformarla en humedad; somos los hijos de nuestros padres hasta que en un momento debemos ser nuestros propios hijos; el padre que muere lejos de perderse se suelda al cuerpo de la hija; el guayabo conserva las hojas rojizas pese al invierno que avanza porque “su gran secreto es hacer volver la vida / sin que casi se note, hasta que un día / la puerta de tu casa esté llena de hojas / que brotan en ramo y vibran / tiernas, como atravesadas / por una suave electricidad”.
Los poemas de Últimos veraneantes de febrero parecen ser una respuesta al paso del tiempo, como si se tratara de lanzar una red al pez fugitivo, un intento de permanencia que es un acto de fe. No el acto religioso de quien espera el instante de salvación, sino de quien tienen todo por perder y por eso mismo nunca cesara de intentarlo. Dice en el poema El inventor:
“Cada vez que converso con mi hermano mayor me cuenta
algún invento que ha estado imaginando,
(…)
Se le ha ocurrido ahora una manera
de caminar sobre las aguas, y me explica
con gran cuidado los detalles de ese
dispositivo prodigioso,
mientras mi mente, que no es técnica,
lo sigue lenta en mansa admiración.
(…)
ahí está él, hablando,
un hombre que aprendió lo que es perder un hijo,
mientras me cuenta que ha encontrado, que conoce
una manera de caminar sobre las aguas,
y yo le creo”.
Los últimos veraneantes de febrero son lo que entran a marzo con la lluvia, sabiendo que el verano quedó atrás pero sin lamentaciones “como si la vida fuera esto / ni duración ni muerte / un instante perdido en la belleza / de ser nomás lo que es”.
Quizás, lo que vuelve amarilla las hojas de los árboles sea, más que el paso del tiempo y la retirada del verano, el sol depositado en ellas, el otoño que las habita desde siempre. Es cierto, el tiempo es así y no hay manera de evitarlo. Más lento o más rápido en definitiva nunca se detiene. Pero si miramos bien, aunque después o antes la veamos resquebrajarse despacito, es la vida lo que continúa.
Últimos veraneantes de febrero (2020)
Autora: Sonia Scarabelli
Editorial: Bajo la Luna
Género: poesía
Complemento circunstancial sonoro: