Por Ricardo H. Herrera
Tomé contacto con Pablo Seguí —vía mail— a comienzos de 2005; me enviaba entonces unos poemas —dos sonetos y cinco poemas—. No sabía nada de él. El conjunto exhibía conocimiento y dominio de las formas fijas, algo nada común en esos días entre los poetas de su generación, la de los ´90. Conocí a Seguí personalmente varios años después, alrededor de 2012. Allí supe de su afición a la música y de sus estudios de violín. La palabra afición se queda corta; en realidad, Seguí es un melómano consumado, con una cultura musical muy amplia, lo cual incide en su vínculo con las palabras y las formas poéticas. Quien ha estudiado música, quien se ha formado en ella, sabe muy bien que la técnica no es algo que se pueda ignorar a la hora de intentar una obra de arte. Obra u obrilla mejor dicho, usando el diminutivo afectuoso de las provincias, pensando que a Seguí tal vez le gustará más esta última palabra, tanto por una cuestión de modestia como de adecuación a la época, ambas reluctantes al gran estilo y a la elocuencia. Y a propósito de ello, yendo directamente al grano, consigno aquí que el verso de Seguí, en Animal de bien, es un verso antielocuente, que no busca perderse en las alturas sino llegar a destino, cargado sutilmente —eso sí— de valores que le importa transmitir, no obstante la tendencia destructiva de la época.
La treintena de poemas reunidos en este libro están escritos en heptasílabos contrarrimados, vale decir no hay consonancias ni asonancias en las pausas de fin de verso; la serie —una meditación sobre la poesía, el amor y la amistad— es orgánica y constituye la culminación de una búsqueda formal que tiene historia en la poesía de Pablo Seguí. Examinando sus libros anteriores —Naturaleza muerta (2011) y Otro verano y éste (2017)— comprobamos que el verso de siete sílabas fue ganándole terreno al endecasílabo de un modo constante y resuelto, dándole forma a un tercio de la totalidad de los poemas del primer libro, a dos tercios del segundo y a la totalidad del que tenemos entre manos. La búsqueda de un tono personal se decanta en sucesivas pruebas que sopesan tanto el ritmo como el léxico, un proceso de revisión y descarte que ha llevado un tiempo de maduración de aproximadamente una década. El heptasílabo, por otra parte, es un metro tan antiguo como nuestra lengua; las jarchas mozárabes del siglo XI están compuestas de versos de siete sílabas. La música que el heptasílabo puede suscitar es música de cámara; algo de eso puede percibirse en los poemas de Seguí, en las modulaciones de los arabescos que dibuja su voz, susurrante, suplicante, soñadora, nunca ostentosa.
Veamos brevemente las etapas de esa evolución. En Naturaleza muerta se destacan dos piezas trabajadas con el verso de siete sílabas: “Un quieto, una ciudad” y “Ecuánime, objetivo”; en este último poema Seguí hace una severa autocrítica: “hoy por hoy sólo soy / un escriba prolijo”. La tendencia a la eufonía que despunta en esas líneas se intensifica en dos piezas de Otro verano y éste: el sonetillo “Montículo u oasis” y el romancillo pareado “Horas, libros, corazón”. Cito los versos finales del romancillo: “(Se van las horas; las horas / dejaron de ser sonoras.)”. Tras estos ensayos melódicos, Seguí abandona la consonancia y opta por la contrarrima que prevalece en Animal de bien; el heptasílabo encuentra su definitiva consistencia en pausas que se disimulan en periódicos encabalgamientos y en un léxico llano, común. La intención es ponerle freno a cualquier conato de elocuencia y mantener abierta la discusión sobre los alcances y los límites de su poética. Hay un diálogo en su poesía, un constante diálogo consigo mismo, con la mujer, con los amigos del oficio y con los maestros. No hay aspiraciones a perdurar, toda la apuesta confluye en el presente: “(Traza tu lapicera / palabras que no irán / más allá de tu muerte, / más acá de mi voz.)”.
Este es un punto que merece desarrollo. No hay que ver en los versos citados desdén por el concepto de posteridad o una negación de la trascendencia de la propia labor, sino, más bien, las condiciones mismas en que se realiza esa labor, ya que Seguí entiende la poesía como una suerte de flujo ininterrumpido, como una avidez que no padece altibajos. En el poema “Sistema nocturno” se sientan las bases de su poética: un trabajo continuo, sin pausas; noche tras noche —a partir de percepciones mínimas o de luminosos atisbos del desvelo, como una mano insaciable que no se cansa de recorrer la superficie del cuerpo amado— la atención explora el fecundo silencio y de tanto en tanto la mano escribe unas líneas, un apunte. Inmediatamente, la constricción del heptasílabo activa la asociación de ideas, y la mente comienza a moverse ágilmente entre las palabras como los dedos de un violinista en la tastiera, “proponiendo figuras / que duran un instante / para luego fundirse / en otra forma” ; y así, a lo largo de toda la noche —en perpetuum mobile— hasta que lo casual se funde a lo ideal. Esa es la definición misma de su poesía. Transcribo el final del poema titulado precisamente “Un apunte”: “todo manda callar, / presentir los murmullos / y silencios de cosas / que me emocionan (una / Pumita, allá en la calle, / ya de noche, y que se hunde / hacia el este…) Escribir, / que es callar, es hacer / de este cuadro sonido, / fijarlo en la grafía: / abecedario, luz / y labios, que me sueñan”. Amalgamar la expectación del silencio visionario a la convulsión que puede llegar a generar el ruido de un motor que remonta la noche, parece imposible; y sin embargo, esa es la encrucijada de la hora actual para cualquier poeta que viva en la ciudad, incluso en el campo. A Seguí no lo altera el paso del motor a explosión, su imaginación viaja con el piloto que conduce el vehículo, como lo deja en claro el expresivo uso del diminutivo: “Pumita”, en vez de Puma o moto.
El tono menor y humilde que surge del proceso de depuración que vamos describiendo —algo tan natural que se diría al alcance de la mano de cualquiera— ha exigido una inusual pericia artística para llegar a fluir como fluye en las páginas de este libro; una inusual pericia y una no menos inusual honestidad intelectual y sentimental, como lo demuestra a las claras la índole de su sustancia poética, decididamente íntima, volcada por completo a la atención del misterio de la propia vida y de la vida de la escritura. Esa suerte de dimensión religiosa nos asalta desde el título mismo del libro: Animal de bien, imagen del ángel que custodia su integridad poética y le concede una intuición soberanamente libre, que circula entre la vigilia y el sueño, entre la vida y la muerte, creando entre lo natural y lo ideal una tercera realidad: “el jardín invisible”, el ámbito de silencio donde la poesía da profundidad y sentido a la distorsionada vida cotidiana. Lo inaudito, lo increíble de Seguí es el coraje con que se adentra en ese espacio íntimo, totalmente consciente de su vulnerabilidad, de su extraterritorialidad, decidido a defender el instante sublime en un campo minado: “El amor, que en el mundo / no tiene buena fama, / a no ser que te toque / en suerte, se acurruca, / patoteado por los / sarcásticos, que ríen / estrepitosamente. / El amor como un hondo / aljibe en el desierto; / como la poesía… / Cierto: la poesía / también es mala hierba / para este mundo de / sarcásticos, sarcásticos.”
Digámoslo sin circunloquios: Seguí no hace lo que quiere cuando se pone a escribir poesía; por el contrario, cuando Seguí escribe poesía obedece, obedece a ese animal de bien que lo custodia y lo obliga a dar la cara, a decir la verdad, a consolidar su libertad. Es su condición de paria, de sufridor de su condición, la que lo torna inimputable, lo que le ofrece un marco de contención y seguridad, lo que le permite pasar la frontera de la celosa censura que administra la academia del realismo sucio y de la crápula que prolifera por todos lados con una fertilidad inaudita. Aunque no hay que olvidar que Córdoba cuenta con una sólida tradición formalista, una suerte de escolta ilustre, de cordón de seguridad.
Dos nombres aparecen en el interior de los poemas de este libro, dos nombres antípodas: Novalis y Giannuzzi. A primera vista, el encuentro fortuito de estas dos naturalezas tan opuestas y desiguales en las páginas de Seguí tiene las características de un perturbador experimento surreal. Sin embargo, ese encuentro no tiene nada de azaroso; guarda relación con una preocupación profunda del poeta, la conciencia de que su arte —tal como él lo ejercita— carece de función social. Novalis le abre a Seguí las puertas de la noche y del sueño; Giannuzzi, en cambio, destruye esa ilusión haciendo sangrar su conciencia con cuatro tiros mortales. Seguí —“un quieto” en la ciudad de los hombres— se debate entre ambos extremos, no puede renunciar a Novalis ni puede desoír a Giannuzzi; no puede comprometerse, no puede cambiar; siente que reincide “malamente / en un palabrerío / literario…”. ¿Qué podría decir Giannuzzi ante una máxima tan escueta y apodíctica como esta de Novalis: “En los verdaderos poemas no existe más unidad que la del sentimiento y del alma”? La diferencia entre tener una visión y darle un lugar en el poema a la violencia social que nos rodea, da la medida de las tensiones que sajan la poesía de Seguí en dos partes iguales. Su difícil posición me recuerda la de Kafka: “En la disputa entre tú y el mundo, secunda al mundo”.
Animal de bien (2018)
Autor: Pablo Seguí
Editorial: Barnacle
Género: poesía
Complemento circunstancial musical: