Por Miguel Sardegna
Larrobla vive del periodismo, y de manera casi decorosa. Hermoso ese “casi” que suelta el narrador. Algunos adverbios bastan para pintar a un personaje. Mientras muchos han abandonado el oficio, él sobrevive como puede, con nostalgia por las antiguas redacciones saturadas de humo y estrés.
No importa que nunca hayamos estado en una redacción así, siempre las vamos a anhelar como se anhela un Paraíso Perdido. Desde Arlt, que nos confió que no tuvo otra que escribir siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana. Arlt lamentaba no disponer, como otros escritores, de un sedante empleo nacional y, sin embargo, cualquier que cuente con ese sedante empleo nacional sabe que se trata de una muerte lenta y dolorosa. ¿Cómo no desear las penas de Arlt? ¿Cómo no añorar incluso las redacciones más piojosas y desangeladas, como añora Larrobla?
Gabriel Sosa (Montevideo, 1966) vivió esas redacciones, o supo soñarlas. Lo mismo da. De eso se trata Las niñas de Santa Clara, su última novela, protagonizada por este Larrobla introspectivo y nostálgico, que se levanta recién al mediodía, sorteando a la Luciana de turno. Porque Larrobla podrá ser barrigón y un tanto decadente, pero siempre hay una Luciana o una Ximena o una Valeria, veinte años más joven que él, compartiendo su cama.
El sentido de extrañamiento se completa cuando nos enteramos que Larrobla es redactor de una revista de tendencia. Posmo, se llama, por si no queda clara la ironía. Y ya no hace falta más. El embrujo está completo. Ya lo queremos a Larrobla. En Posmo todos trabajan en sus casas y mandan sus notas por mail. Yo mismo voy a mandar esta reseña por mail y me voy a perder la posibilidad de charlar un rato con Méndez. Bajarnos una cerveza, tal vez. Bueno, creo que tampoco nos habríamos bajado una cerveza en la redacción de Solo Tempestad. Pero ya no hace falta más, decía. Ya lo queremos a Larrobla. Aún no sabemos demasiado de sus aventuras en Las niñas de Santa Clara, pero ya lo sentimos un amigo. Un hermano.
Después viene el encargo, el viaje en ómnibus, la pesquisa.
La dueña de Posmo quiere un cambio de enfoque. Ya no alcanza con las notas de color, tendencia y frivolidad, suponiendo que exista alguna diferencia entre estas tres categorías. Le interesa publicar una nota de periodismo puro y duro por número. Como las que Larrobla escribía antes. Y entonces lo manda a Santa Clara a investigar un caso de abuso infantil, de un tipo muy conocido de allá. Larrobla siente odio, la noticia del abuso lo mueve a odiar, pero le entusiasma volver a hacer de periodista, por fin.
La investigación avanza con los datos que aportan los lugareños. No contaremos mucho más. Una locutora de radio, un cuidacoche, un taxista, el capo de un prostíbulo. Todos tienen algo para decir. Larrobla no se conforma con los aportes de Santa Clara y cruza el puente que une Uruguay con Brasil. Le batieron un dato, le dijeron que hable con el dueño de la La Folha, en Jataí. Un tal Pedro. Lo que le interesa saber a Larrobla es si hay tráfico de niños. Si el abuso infantil también es un problema de ese lado. Entiendo a qué viniste, le dice Pedro. Te vas a llevar una frase que seguro termina en la nota. La frase provoca un silencio incómodo, pesado. Me parece una buena idea que cierre esta reseña.
“Si alguien de este lado tiene un gusto por esas porquerías, es sabido que lo único que tiene que hacer es agarrar el auto, cruzar al lado uruguayo, hacer sus cositas allá y volver como si nada. Es por eso que acá ese problema no existe”.
Las niñas de Santa Clara (2016)
Autor: Gabriel Sosa
Editorial: Aquilina. Colección Negro Absoluto
Género: novela