Por Federico Matías Pailos
Aunque se abogue, en general, por cierta armonía en la orquestación de temas y personajes, voces y procedimientos narrativos, buena parte de las novelas inolvidables están desequilibradas. Más aún, nos atraen, fundamentalmente, por ese elemento anormal que desentona, que desafina o que hace ruido, aunque no lo haga por defecto, sino por exceso de algún tipo. En el caso de Fama, la novela de Facundo García Valverde publicada por Galerna, todo ese sobrante es provisto por el protagonista, Sergio Torres, voz cantante del relato. El mundo está poblado de reseñas de todo tipo. Las reseñas vagas son las que dejan que el autor haga el trabajo del reseñista. Fama empieza así:
Me llamo Sergio, tengo veintitrés años y vivo en San Isidro. Ésas fueron las primeras palabras con las que me hice famoso.
Porque la fama no la hacés. No podés anticiparla ni dar pasos firmes para obtenerla. De repente, un día la tenés, te atraviesa y comprar algo para almorzar se convierte en una epopeya.
Estuve en el reality del 28 de diciembre al 6 de abril hace cuatro años. Perdí la anteúltima votación telefónica con El Pobre y él ganó el reality. Los productores le aseguraron ese triunfo pero su destino estaba escrito en su apodo. El Pobre dilapidó lo ganado en un año de excesos y venganzas particulares y ahora volvió a ser pobre. En cambio yo, que perdí, no me hinché de resentimiento contra el mundo de los medios. Sigo en el pequeño grupo de los que están siempre a punto de aparecer en la televisión. Yo gané.
En estos párrafos iniciales, introductorios, como en el pre-mundo del momento cero antes del Big Bang, está contenido todo el universo emocional de Fama. En Fama no hay amor. Es todo ambición, egoísmo y estupidez, en distintas variantes y grados. “Fama” es como el oso: cuánto más feo, más hermoso.
La primera cosa que esos tres párrafos no nos cuentan es qué hace el protagonista en estos días post-reality. Rápidamente nos enteramos que Sergio regentea una agencia de escorts, y está muy orgulloso de ofrecer “la full experiencia”, que incluye infinitas líneas de cocaína sobre el libro abierto de las chicas de la agencia. Cedemos, una vez más, la palabra a Sergio:
¿Tengo que decir por qué no me parece un delito, por qué, en realidad, las estaba ayudando? ¿Tengo que explicar cómo funciona cualquier mercado?
No habrá ninguno igual (al narrador), no habrá ninguno. Los otros, para Sergio, son seres superiores o inferiores. Y en general, muy inferiores. De los primeros hay pocos. El padre, pero solo en un principio. El decurso de la novela nos lo revela como un ángel monetario caído en el gagaísmo y la bizarreada. Quizás Guerrero. Pero este productor televisivo no es un personaje tan bien delineado como el resto. Por algo es, junto al señor Moku (otro superior), el único personaje sin conflicto. Quizás también podamos contar entre ellos a Malena, ese curvo objeto del deseo. El resto están abajo –y muy abajo. Más tontos, más deformes, menos articulados, menos sensatos, van desfilando por la novela personajes como Fefe, Elvira, las mil y una chicas de la agencia, y, finalmente, El Pobre, el otro lingüístico, que se expresa en una “semilengua” (sic. García Valverde) tan ajena que “cada vez que le hacían una entrevista, los conductores lo tenían que frenar cada veinte palabras para preguntarle qué significaba lo que había dicho”.
Sergio es el Aleph sentimental de Fama. Porque el protagonista omnipresente y narrador sin filtro de Fama es como la novela que talla y contiene: carente de amor, lleno de ambición sin objeto definido, egoísta y estúpido. Pero también es insólitamente perspicaz de a ratos, con una instrucción y una capacidad de análisis que nuestra respuesta inmediata de clase (a.k.a. prejuicio) asocia fácilmente al medio televisivo en el que se mueve.
Sergio es clasista y racista. La ropa de machista y homofóbico le sienta bien, y hace juego con su ostentación de unos modos goriláceos que nunca dejaron de estar de moda. El narrador y la novela parecen confirmar lo certero de algunos lugares comunes en la relación “agua y aceite” de literatura y moral, que bailan al ritmo de una interdicción: prohibido el acceso a la literatura de evaluaciones morales de cualquier tipo. Ahora, si hay moral, que no se note. Si hay moral, que sea fea, sucia y mala. Si hay política, que sea de derecha. Si no podemos evitar la política, dejemos en offside a los grupos oprimidos. Pero a no confundirse. Acá, la política brilla por su ausencia (salvo cuando consume putas caras en las tetas de una montaña de merca). Fama extrema esta receta, este dictum, y se hace poderosa a fuerza de hacer de la novela un filtro de lo peor, en la peor de sus formas. Así, a esa amoralidad apolítica (pero) de derecha racista y hedonista, le suma el combate contra la inteligencia. Repito: en “Fama” todos son estúpidos, incluso los pillos. Y los pillos solo lo son cuando no se los encuadra en un primer plano. De cerca, la rapidez de Sergio es automatismo y privilegios de clase, la habilidad para los negocios de su padre es tejemanejes de vieja loca, y la sabiduría oriental, emputecimiento con una pendeja.
Un punto a la vez alto y menor de la novela –es decir, una pavada que no va a decidir la suerte del libro, pero que puede quedar impregnado a las sinapsis de los lectores cual fragancia oleaginosa de Kentucky a la ropa- es la relación de amor/odio (como todo en esta novela, en la que las medias tintas son opacas de tanto brillar por su ausencia) con las guías para la vida, sea en forma de enseñanzas parentales o en máximas de libro de autoayuda. En ambos casos, Sergio las abraza para después desdeñarlas. Pero su estilo sentencioso permea el fraseo de nuestro narrador, modulado en tono sobrador horneado en el salsa callejera. Vayan a continuación las siguientes muestras botonas: “La ley del margen es que ningún boludo te reconozca, pero la calle está llena de boludos”, “Las instituciones entorpecen todo: o te sacan una parte o te sacan entero”, y mi favorita: “Todos somos como el pezón que se sale del vestido: evidentes”.
Por supuesto, Fama no nació de un repollo. El pariente cercano más próximo es “Que todo se detenga”, la novela verborrágica que Gonzalo Unamuno deja en manos de un ultrapolitizado rebozante de frustración. Si se otea por antecedentes en el horizonte, se verá volver del pasado a la literatura de Asís, no casualmente reinvindicada hoy día (perdón por el exabrupto) a diestra y siniestra. Pero probablemente convenga destacar lo obvio. Realidad, la novela de Sergio Bizzio en la que un grupo de terrorista toma control de un reality, es su hermana mayor.
La segunda cosa que no nos adelanten los tres párrafos introductorios es el género a cuyo concurso el libro aplica. Cuando corremos al narrador y a la televisión y a los medios, vemos que Fama es un policial puro y duro, deudor tanto de la tradición norteamericana y su gusto por el submundo -y las mil y una corrupciones del espíritu humano-, como del policial inglés, en el cuál lo más importante es el misterio a desentrañar. La pregunta, en este caso, también es tradicional: ¿quién es el asesino?
Pero aunque el misterio planteado es otro de los matones que nos empuja a seguir pasando páginas, es claro que la trama (sólida, ingeniosa, con giros y sublíneas argumentales que, quédense tranquilos, cierran en paz) no está a la altura del narrador y protagonista. Y no porque sea mala, sino porque Sergio es un monstruo extraordinario que arrasa con todo a su paso.
Fama (2016)
Autor: Facundo García Valverde
Editorial: Galerna
Género: novela